Paisajes turquesa, caminos rurales con higueras y olivos, y ecoresorts
Formentera es una isla con cintura de paraíso. Su hechura, fina y alargada –apenas 83,24 km² de tierra– se estrecha en el centro de sus dos penínsulas, Es Trucadors y la Mola, de modo que la laguna salada del Estany Pudent se convierte al atardecer en un cinturón de cristal. Es común describir su forma como la de una lagartija. Los hippies de Es Pujols –ese pueblo más italiano que autóctono que en invierno se convierte en un decorado abandonado– las venden en forma de colgantes de plata, un souvenir sentido. Aquí incluso los mercadillos son slow porque la isla ha logrado conservar su naturaleza asilvestrada, manteniendo infinidad de caminos rurales surtidos de combinaciones que extravían al visitante.
Las casas de payés se dispersan en rincones escondidos, junto a huertos de tomates y sandías (que pueden comprarse en un puesto de la carretera de Mitjorn). La sensación de destino turístico tan solo se percibe en las playas más concurridas, como Illetes y Cala Saona, o en los restaurantes de moda: Es Còdol o, este año, Pecador, del cocinero Nando Jubany, que ha ido plantando en la isla referentes de una cocina sabrosa. Y, sí, cenar y comer en la isla es caro, al igual que sus hoteles y los alquileres. El silencio y las aguas turquesa cristalino aumentan sus precios como los bolsos de lujo. Pero Formentera está a dos horas de casa, a diferencia de Maldivas.
Formentera
El paisaje mediterráneo, cuajado de higueras, viñedos y almendros
El paisaje mediterráneo, cuajado de higueras, viñedos y almendros, estalla en todos los azules traslúcidos al llegar a las playas. Hay que regresar a los lugares de siempre: al Real Playa, donde Encarni y su hija María José cuidan no solo de sus arroces si no de la misma playa, que este invierno tuvieron que ganar –con cubos de arena– porque la mar las dejó sin orilla.
El lujo silencioso avanza por la isla, junto a los rebaños de ovejas. Este año se ha inaugurado, sobre los cimientos de un viejo aparthotel y respetando sus planos, Teranka, un hotel que fusiona lujo natural con arte contemporáneo y reivindica la herencia contracultural de Formentera, también la bohemia sin zapatos. En Teranka –35 habitaciones– se ofrece a sus huéspedes nada más llegar un buen surtido de libros, así como sesiones de yoga y meditación o noches para contar las estrellas.
Además de su espacio gastronómico, tres días a la semana albergan la cocina de A mi manera, uno de los restaurantes italianos más exquisitos de la isla (que cuenta con su propio huerto y un jardín renacentista que fue arrasado el pasado invierno). Suena música chill out en la piscina, rodeada por un regio muro de piedra seca sobre el que se recortan las palmeras y los pinos, cerca de las dunas de Mitjorn. Hasta hace poco la oferta de hospitality de la isla era discreta, abonada al hotel de playa o a las pretenciosas torres de Es Pujols. Junto a Geko –su tienda de ropa es de lo mejor de la isla– y Teranka, el resort Las Dunas contribuye al reciente refinamiento hotelero con sus vistas a la playa de Es Arenals. También aquí se respeta la construcción original, uniendo sus 45 habitaciones mediante pasarelas asomadas a las curvas de arena del Mitjorn.
El chef Carlos Abellán y su mujer, Natalia, eran viejos apasionados de la isla y hace tres años decidieron crear un restaurante con porche bordado de bungavillias. Y un club musical clandestino, Charly’s, en un sótano disfrutón que reúne karaoke, pista de baile con temazos de los setenta a los noventa, billar y hasta una notable colección de guitarras. Natalia Juan regenta este refugio mediterráneo donde los productos de la isla son glorificados por el chef Abellán, siempre con chispas creativas. Además, cuentan con la mejor bodega de la isla.
Hasta el pueblo blanco de Sant Francesc han llegado las cangrejeras de Prada y los bolsos de Dior, pero siguen destacando entre todas sus tiendas Muy, con un precioso patio interior, y Blink. Ahora, si hay una propuesta textil insuperable, esta es la de Simona Colzi. La creadora conoció Formentera hace veinte años, en agosto de 2004, con una furgoneta que todavía conserva en su jardín, matrícula de Florencia. “Mi idea era pasar una semana, y seguir el viaje. Todavía me emociono al recordarlo. No sabía ni qué forma tenía la isla. Llegué a Cala Saona de noche, y por la mañana, al abrir la puerta me quedé impresionada. En Eivissa no había conseguido vender, me robaron, fue un drama. Aquí se me abrieron las puertas, vendí mis piezas –hacía bolsos– me quedé un mes y medio y regresé en invierno. En enero de 2005 nevó…” recuerda la artesana textil, nacida cerca de Prato, que estudió en la Escuela Massana de Barcelona.
“Allí aprendí los tintes naturales, pero no era suficiente, yo quería componer encima de la tela”. Fue en uno de los mercados artesanales en los que participaba donde aprendió la técnica de transferir el dibujo de la planta en la tela, con su propio tinte. Hinojo, eucaliptos, la flor del algarrobo, edril, o helicriso son transferidas a la tela en un proceso arduo y preciso, que Simona realiza en su casa de payés isleña, convertida en estudio de botánica. Junto a ollas enormes, telas enroscadas, pinceles e hierbas, están los patrones de caftanes, tops, camisas, o sleep dresses cosidos a mano, todo teñido con hierbas mediterráneas.
“Siempre he trabajado con sobras de stock, y dibujaba encima de la tela con la máquina de coser de mi abuela, una Singer. Pero cuando me especialicé en esta técnica descubrí la maravilla de lo sencillo. Soy lo más fiel posible al movimiento de la planta, y practico una especie de alquimia, entre la magia y la poesía”. Un trozo del paisaje capturado en la tela en una bella manera de recordar la isla: vistiéndola.
Reportaje publicado en Magazine La Vanguardia el 8 de septiembre de 2024
Comentarios