Las tardes de domingo trajeron un cielo encerado en celeste y gris, a tono con la temperatura. Lluvia con manga corta, helados sin deseo y tendidos que no llegaron a encender sus luces, entorpeciendo esa promesa de felicidad de las ciudades en verano. El gris nunca debería caer en domingo, que ya suficiente tiene con su carga existencial, por mucho que se convierta en el color de la temporada. Peter Sloterdijk explora su significado en un reciente ensayo, Pensar el gris (Arcàdia), que arranca con una frase de Cézanne: “Mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor”. Tampoco se es filósofo si no se piensa el gris, parafrasea, y subraya: “El color de la mediocridad de la época moderna”.
Las tardes de domingo trajeron un cielo encerado en celeste y gris, a tono con la temperatura. Lluvia con manga corta, helados sin deseo y tendidos que no llegaron a encender sus luces, entorpeciendo esa promesa de felicidad de las ciudades en verano. El gris nunca debería caer en domingo, que ya suficiente tiene con su carga existencial, por mucho que se convierta en el color de la temporada. Peter Sloterdijk explora su significado en un reciente ensayo, Pensar el gris (Arcàdia), que arranca con una frase de Cézanne: “Mientras no se haya pintado un gris, no se es pintor”. Tampoco se es filósofo si no se piensa el gris, parafrasea, y subraya: “El color de la mediocridad de la época moderna”.
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Pero, ¿a qué anodina grisalla nos ha asomado esta manera de pensar el mundo?En Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente (Herder), el filósofo Juan Evaristo Valls Boix afirma que este momento de extraña parálisis frenética no se comprende sin pensar el afecto, y desde los afectos. En su brillante ensayo sobre la autora brasileña exiliada en París durante los años setenta, cuenta cómo Rolnik dejó de hablar su lengua a fin de distanciarse de su cultura para olvidar y sanar. Vivió en francés hasta que en una clase de canto le pidieron que entonara alguna canción perdida en su memoria. De su garganta salió Passarinho , de Gal Costa, y aquello fue una auténtica catarsis. A los pocos años regresó a São Paulo y allí empezó a interrogarse sobre la forma de vida que ha ido moldeando el capitalismo heteropatriarcal y colonial. Tiró del hilo de los llamados filósofos viajeros –Spinoza, Deleuze, Guattari–, que entremezcló con el tropicalismo brasileño, la artista Lygia Clark y la cultura guaraní, para renovar unos moldes caducos y entender cómo podemos vivir de otro modo, a la escucha del otro.
“¿Por qué deseamos las cosas que deseamos?”, se pregunta Juan Evaristo. “¿Quién ha educado nuestro deseo?”. Y piensa por qué este a veces llega a degradarnos y someternos. “Desde esta perspectiva –escribe–, el inconsciente no es un teatro, es un laboratorio”. Allí podemos elaborar una subjetividad diferente, más sensible al cuerpo y menos narcisista, más dispuesta al cambio y menos reprimida. Una subjetividad flexible que se libera de sus fantasmas y se transforma cuando la vida pide paso en lugar de justificar su cómoda mediocridad. Porque “solo desde una nueva política del deseo podremos liberar nuestra potencia creativa de su secuestro neoliberal y así hacer germinar un futuro diferente”. Una micropolítica que surge de los afectos y se transfiere gracias a ellos. Que florece entre profesores y alumnos, entre amantes y amigos, a través de todo lo vivo, para hacernos más libres y dúctiles, más creativos y, sobre todo, menos grises.
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