Cuando se produce algún pequeño alboroto en un hotel, a menudo se presenta el responsable provisto de una palabra casi reglamentaria: “Caballero, ¿qué sucede?”. Sea cual sea su condición –vista una sudadera o traje de raya diplomática–, el varón disconforme recibirá tal vocativo. Los hay que atemperan sus modales y bajan la voz cuando reciben dicho trato. Curiosamente, de ser mujer quien monta el pollo no se encontrará con un “Dama, ¿qué sucede?”, porque, a medida que las mujeres empezaron a normalizar la toga de jueza o el fonendoscopio de cardióloga y las sociedades fueron haciéndose más igualitarias, la flecha del tiempo borró el término de un plumazo, pues, al igual que señorita, te remitían a las novelas de Jane Austen.
En El gran Gatsby, Scott Fitzgerald pone en boca del padre del protagonista una serie de consejos para ser un verdadero gentleman –por cierto, en inglés no incomoda tanto como caballero –, y le anima a no juzgar a los demás, ya que ignora en qué circunstancias se hallan. Una caballerosidad que radica en cierta delicadeza de espíritu e incluye nobleza, discreción, prudencia y, por supuesto, querencia por el detalle.
La caballerosidad ya no significa una alianza entre hombres sino un pacto de honradez entre todos
Una postal muy distinta de nuestra escena contemporánea habitada por personajes que gritan e insultan, imponen su opinión, se envalentonan ante los más vulnerables y pierden el respeto por todo aquello que no sea de su color. Un caballero no debe quejarse por minucias sino ser alto de miras, tratar a los demás como le gustaría que le trataran a él, sea a hombres o a mujeres. La caballerosidad no debería tener sexo, también hubo caballeras valerosas y justas que hoy se abonan en la sororidad: ¿no somos hermanos de la condición humana?
Por supuesto que es compatible ser feminista y permitir que te abran una puerta. Nosotras también lo hacemos, hay que leer el momento. A mí me resolvió este dilema el historiador jesuita Miquel Batllori: yo era muy joven, él andaba con bastón, y tras entrevistarlo le cedí el paso en el ascensor. Se negó y me dijo: “mire joven, los hombres podemos llegar a perder la fe, pero la galantería nunca”.
Del proceso de disolución de la binariedad de género, uno de los lances ontológicos más polémicos de este siglo, surgió una nueva forma de nombrar –y vivir– la identidad sexual. Los caballeros fueron relegados, como informa Google, asociando el término a Arturo Fernández y Carlos Larrañaga. La cultura occidental transformó aquel caballero andante en una especie de donjuán engolado, erosionando su significado original, el que argumentaba el humanista Ramon Llull en su Libro de la orden de caballería: “Pues así como el hacha se ha hecho para destruir los árboles, el caballero tiene su oficio en destruir malvados”. Sí, esos que hoy difaman y extienden rumores disparatados para lastimar al prójimo.
Leo en un blog americano las recomendaciones de un profesor de ciencias sociales para ser “un caballero en el siglo XXI”, y en una de sus perlas afirma: “Ofrécete para ayudar a cualquier mujer. Ten en cuenta las tareas que lucha por completar sola, como levantar muebles pesados. Las mujeres que son independientes puede que no soliciten tu ayuda, pero eso no quiere decir que no la vayan a aceptar y apreciar”. También indica que hay que abrir la puerta “no solo a las atractivas, de lo contrario no se es un gentleman si no un jugador”. La caballerosidad ya no significa una alianza entre los hombres para que nos sigan viendo como las otras, sino un pacto de honradez entre quienes eligimos el lado de la acera donde brilla el sol.
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