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La reina y la artista

Durante la gran gala de los premios La Vanguardia, en la Sala Oval del Museu Nacional d’Art de Catalunya, ambientada con una luz azul noche, dos mujeres se miraban con los ojos muy abiertos. Sentadas una junto a la otra, no era preciso escuchar su conversación para comprender que se entendían, pues sus rostros transmitían atención y dicha, cualidades que ayudan a definir el encanto. Porque la reina Letizia y Lita Cabellut, pese a sus diferencias, están hermanadas por ese volantazo del destino que transformó sus vidas y moldeó su identidad.

A Cabellut, reconocida hoy como una de las artistas contemporáneas más valoradas, le cambió la vida a los doce años. Nacida en una familia gitana de Sariñena, fue criada en el Raval y espoleada por la crueldad de la pobreza, que la privó de ir al colegio. Algo revelador debía de tener su mirada para que Paquita Llohis Serra, una mujer cultivada de El Masnou, se fijara en ella.

“Yo soy fruto de la empatía ajena –dice la artista–. Paquita tuvo la valentía de adoptar a una niña de doce años y darle la posibilidad para que pudiera desarrollarse. Y hoy pienso que la inteligencia equivale a descubrir y actuar a través de la empatía”. Un día, la madre adoptiva llevó a la niña al Museo del Prado, donde Lita empezó a temblar, arrebatada. Allí, sin haber aprendido todavía a leer y escribir, su madre le preguntó si de mayor querría ser artista. A lo que ella respondió que quería “ser pintora”.

Doña Letizia y Lita Cabellut, hermanadas por el volantazo del destino que transformó sus vidas

Cuando los profesores particulares de dibujo no pudieron enseñarle más, la mandaron a la Academia Rietveld de Amsterdam. Allí estudiaría a los maestros clásicos, e iría trabajando su estilo, a medio camino entre la figuración y la abstracción, interpelando a sus raíces. Entendió que el material es solo la piel del arte, a la manera de Goya, y comenzó a buscarle los músculos, las arterias, el corazón. Su nombre aparece hace años, según el ­me­didor Artprice, entre los de los artistas vivos más cotizados, dato que sin duda ha alentado a una troupe de adversarios a tratar de rebatir su maestría. El talento de un parvenu siempre ha sido discutido por el establishment.

También le ocurrió a Letizia, cuya historia no posee los tintes dickensianos de la vida de Cabellut, pero que bien podría caber en los relatos de Jane Austen o Henry James. El amor actuó de revulsivo vital y su matrimonio fue doble: se casó con Felipe VI y con España, a pesar de que un sector de la sociedad la rechazara. El enconamiento surgió ya en su anuncio oficial –aquel “déjame hablar” resignificado hoy por el feminismo–, y los constantes rumores de retoques estéticos, la distancia con el Rey emérito y el resto de su familia política o la altura de sus tacones marcaron su etapa como princesa. Mientras que los hilos plateados de sus canas, su laicidad o el don para comunicar han acompañado sus nueve años de reinado.

Lita dijo que, a pesar de su vida en Holanda (desde los 19 años), no se le ha quitado lo español. Ni lo gitano. Ella entiende el arte como un hecho colectivo, y en cuyo proceso intervienen otras manos mientras se moldea un lienzo como una escultura.

No dudo que Letizia conserva intacta a la periodista que amaba su profesión. Su prodigiosa memoria le permite retener nombres y datos, preguntar por lo que se acostumbra a olvidar, y cuidar el detalle humano. Al terminar la cena, Lita vino a nuestra mesa a buscar a su hija, Marta. “La Reina quiere conocerte”, le dijo. Marta también fue adoptada, aunque ella y su madre, que nunca olvidó el latido del amor entre cristales rotos, son como dos gotas de agua.

Artículo publicado en La Vanguardia el 23 de septiembre de 2023

Publicado en Artículos La Vanguardia

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