Una nueva guerra nos sobresalta, y nuestra impotencia solo consigue señalar con un descomunal dedo índice la inoperancia de los líderes mundiales, incapaces de pacificar los territorios. Territorio, sí, esa es la palabra sangrante que expresa el sentido de pertenencia a un lugar físico, y legítimo, para vivir. Gaza se ha convertido en un campo de concentración, y el mundo sigue dividiéndose absurdamente en bandos, como si el sufrimiento y la muerte entendieran de colores o banderas.
No escuchamos a los líderes mundiales pedir un alto el fuego ni afirmar que solo desde la paz puede hacerse justicia, porque la confrontación y la violencia vuelven a ser formas tolerables de relación política en nuestro mundo ultrapolarizado, en el que pacifista suena a gurú iluminado, a hippy con mariposas o a ingenuo perdedor.
Hemos minusvalorado la paz, ya que la dábamos por descontada, cuando en realidad es el más perfecto y feliz equilibrio que los humanos hemos sido capaces de encontrar a lo largo de la historia. Pensamos que la guerra era un anacronismo en el siglo XXI, que la humanidad no se exterminaría más con tanques y misiles. Sin embargo, hace dos años que Rusia atacó a Ucrania y Zelenski se puso la zamarra militar. Nos sobrecogió el inicio de la contienda, la misma que hoy nos aburre e insensibiliza. Y si aún nos produce indignación es, sobre todo, por la subida de las facturas del gas y de la luz.
“Nosotros perdimos esta guerra”, dijo Grossman tras la muerte de su hijo en combate
Mis amigas judías españolas que tienen familia en Tel Aviv me cuentan que viven en refugios blindados. Que una tristeza viscosa lo impregna todo. “¿De qué sirven tanta inteligencia, tecnología y riqueza?”, se preguntan, arrasadas anímicamente por tanta violencia. “Aislar a la población de Gaza sin comida ni agua es un genocidio”, afirma el exfiscal del Tribunal Internacional, Moreno Ocampo, en TVE. En las imágenes –las pocas que llegan desde la franja, donde apenas hay reporteros y 15 periodistas han sido asesinados– un niño herido tiembla tan desamparado que te duele el mismo acto de respirar. Gaza es una ratonera sin queso a la que todavía ayer no llegaban la comida, los medicamentos y el agua.
Cuando hace 17 años el Gobierno israelí aprobó la ampliación de la ofensiva contra Hizbulah en Líbano, el escritor David Grossman hizo una llamada de alerta junto a otros colegas: aquello podía ser trágico. No contó que dos de sus hijos habían sido reclutados y enviados al frente y ni siquiera pronunció sus nombres. Pero, al poco, el pequeño,Yuri, fue abatido. “No diré nada ahora sobre la guerra en la que moriste. Nosotros, nuestra familia, perdimos esta guerra”. Así se despedía un pacifista como Grossman de su hijo. El intelectual contaba que, al escribir sobre el conflicto palestino-israelí, se obligaba a ver la realidad desde el punto de vista del otro: “Aunque soy judío y estoy condicionado por mi educación, por mi lenguaje, por las ansiedades de mi país, insisto en describir la situación contraria”.
Equidistancia es un término cargado de negatividad, peyorativo, propio de cobardes. Y es cierto que no se puede ser equidistante ante una ejecución sumaria, ya sea la de un judío en una rave o la de un niño en un hospital de Gaza. Lo reclama Grossman en un manifiesto junto a otros intelectuales israelíes dirigido a la izquierda. En cambio, habría que reivindicar la ecuanimidad, imprescindible para confrontar las matanzas terroristas de Hamas y Hizbulah con el castigo indiscriminado del ejército israelí. ¿Dónde está la frontera entre defensa propia y venganza? ¿Por qué se relega la paz, como si fuera un asunto para tontos?
Artículo publicado en La Vanguardia el 21 de octubre de 2023
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