En mi casa, pocas veces nos mandaban callar, excepto cuando en televisión pronunciaban el nombre de Johan Cruyff, el dios pagano de mi infancia, la estrella que encendía la atmósfera del comedor. Ante esa emoción chispeante, los niños permanecíamos atentos a sus imágenes, todavía en blanco y negro. Admirábamos su corte de pelo y sus piernas, que serpenteaban en un bucle de ilusiones ópticas. “¡Qué listo es el larguirucho!”, decía mi padre. Mi madre confirmaba su atractivo, pero le retaba su aire de chulo, “ros de mal pel”. La última alegría que le di a mi padre pocos días antes de morir de cáncer fue la de encontrar mi nombre en el libro sobre Cruyff de Sergi Pàmies (se lo regalé ignorando que me citaba).
Tras una infancia marcada por la sombra del holandés, cuando me hice periodista no dejé de perseguir una entrevista con él. Fue en 1993, para la revista Woman ; conservo el casete y el recuerdo de las punzadas en el pecho. Gracias a las artes de Joan Patsy, entramos bien. Y Cruyff nos demostró que la moda no le era ajena. Posó para el fotógrafo Toni Bernard, que, entre disparos, exclamaba: “ Great, wonderful, mel”. Pero lejos de resultar embarazoso, Cruyff, tan a gusto, se quitaba y se ponía las Ray-Ban con las que llegó a Barcelona aquel verano del 73.
Cruyff demostró que la moda no le era ajena: en los libros sobre el estilo figura como icono de los 70
Incluso a los niños nos sorprendía que aquella pareja glamourosa y cosmopolita se quedara a vivir con nosotros. En España, Mocedades cantaba Eres tú en Eurovisión. La censura todavía impartía algunos cachetazos y era necesario peregrinar sin complejos a Perpiñán para descubrir los otros usos de la mantequilla. Una sed antigua quería ser calmada con largos tragos de modernidad. La moda de los setenta se explayaba en una reformulación de lo hippy y lo folk en versión urbana. Y las camisas de cuadros de manga corta, los cuellos cisne o los pantalones con pata de elefante estilo Saint Laurent encontraron en Johan una percha impecable.
A los Cruyff les sentaba bien el estilo Carnaby, pero en versión pulida, pues habían recalado en Washington, donde se hicieron amigos de sus vecinos, los Carter. Danny lucía cardados y moños banana, utilizaba sombreros y calzaba botas de charol altas que evocan al cine francés de la época. También elegía vestiditos mini, o faldas trapecio en una vuelta de tuerca del estilo Courrèges.
En cuanto al crack, Robert Redford y Steve McQueen se intuían como referentes, aunque traducidos al neerlandés. Además de los trajes con pantalón acampanado y las camisas de una talla menos, llevaba jerséis de un punto que parecía no picar. Un tejido que lo acompañó hasta el final de sus días: el cachemir. Y el easywear.
Danny y Johan, cogidos de la mano, representaban una pareja moderna en la que él también le daba los biberones a los niños y enseñaba a chutar el balón a Jordi. Cuando murió su padre, Johan tenía 14 años, y lo sacaron del colegio para trabajar. Le llamaban Jopie, según cuenta Auke Kok, autor de una biografía, cuando entró a trabajar vendiendo ropa deportiva en una tienda de Leo van de Kaar, benefactor del Ajax, que le dejaba llevar las botas nuevas a los futbolistas del primer equipo. Luego trabajó en Litrico, otro establecimiento textil donde aprendió a regatear y negociar. Su imagen siempre estuvo impregnada de rebeldía y seguridad en sí mismo, no en vano se plantó ante Adidas en un Mundial. Él lo contaba así: “Querían que lleváramos una camiseta y yo pedí mi parte. Me la negaron diciendo que la camiseta era suya, y yo les dije que la cabeza era mía. Entonces en todo el Mundial jugué con una camiseta diferente al resto (tenía contrato con Puma)”. Sin saberlo, inauguraba un género: el apabullante negocio de las marcas deportivas y sus embajadores.
Cruyff llevaba con elegancia las greñas y tenía sex appeal, aunque él decía que nunca se preocupaba “de eso”, y añadía: “Pienso en otras cosas”. Aprendió un español de frontera que no amagaba encanto, como su quizás, en un momento dado o su gallina de piel. En sus ademanes despachaba adrenalina, velocidad de pensamiento, frases surrealistas y un estilo de fumar cargado de fotogenia. Fue lo que Mick Jagger en el rock –sin pisar nunca un coffee shop–. Cruyff aparece en todos los listados de los iconos de estilo de los 70.
Inventó su marca propia, adelantándose tres décadas a Beckham, en los 80. Y Cruyff Classics visitó a la delegación neerlandesa en los Juegos de Seúl, en 1988. Cuando dejó el cigarrillo tras el infarto, se aficionó al golf y a la moda italiana, Brunello Cucinelli o Loro Piana, y adquirió un aire más suave, incluso más espiritual. Seguía hablando con su padre a diario.
Cuando lo entrevisté por segunda vez, en la Fundación Cruyff, era el 2013 y me dio tres besos al saludarme. Desprendía un aire limpio y elegante, y una educación refinada –él, que bromeaba con que solo obtuvo un diploma en su vida: el de natación–. Lo que te hipnotizaba era esa mezcla de seguridad, aplomo y viveza que conformaban el estilo Cruyff. La belleza del carisma.
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