Tras la sesión de investidura de la semana pasada hablé por teléfono con Juan José Millás. “¿Qué te ha parecido?”, le pregunté. “¡Qué infantil todo!”, me respondió. Y comentamos la puerilidad que hoy reposa sobre nuestra cultura-espectáculo cada vez más faltona. Porque no solo en política, también en el entretenimiento, el consumo e incluso en Tinder se agranda la sensación de infantilismo, y un embotamiento mental se adueña de las calles, donde los únicos que parecen tener razón son los locos.
Hablamos a la moda como forma de estar incluidos “en la conversación”, que así se denomina hoy al conjunto de los asuntos de mayor interés en el “espacio político”. Las palabras se han escapado de la consulta de un psicólogo y han saltado a los porches de los chalets, donde las parejas se arrepienten de no maternar y paternar poniendo límites a sus nepobabies.
También hay nombres y adjetivos que escapan del laboratorio o el hospital a la radio –como “el fascismo es un cáncer” o “un político bipolar”–, sin asomo de delicadeza ante aquellos que padecen virus o bipolaridad y deben soportar que sus males se utilicen para etiquetar a individuos infames. Y por supuesto, las personas con altas capacidades y las de capacidades diversas están más cerca que nunca, porque la personalidad se psiquiatriza en una época en la que los calvos son personas con diversidad capilar.
La gratificación instantánea de las redes se ha extendido como estado de ánimo
Hace unos años, los jóvenes consiguieron colarle a la RAE su putodefender – puto a modo de prefijo intensificador–, y todos quedaron la mar de putocontentos sin faltarle a nadie. “Renegues com un carreter”, decían en mi infancia de los mayores que hablaban a golpe de taco, pues antaño los portadores de carretas debían de ser hombres rudos y de hosco vocabulario, propio de una vida estrangulada. En cambio, hoy, pijos y pijindies que crecieron entre edredones de plumón natural y cupcakes de colores, disfrutan de las palabrotas, incluso cuando ejercen de dircom y se quejan al jefe de que “una tía hace lo que le sale de la polla”. Mientras, ellas salsearán ante los machirulos, señoros o chulazos.
Ocurre que las estrategias de publicidad que antes se utilizaban para niños menores de tres años, hoy se las cuelan a los mayores, hasta con animalotes o dibujines. Y funcionan asombrosamente: logran establecer un vínculo emocional entre el objeto y la persona, a pesar de no llevar pañales. Son adultos que dicen holi, retrasando su incorporación a la sociedad madura, malcriados en un maravilloso aunque agotador parque de atracciones.
La gratificación instantánea favorecida por las redes se ha instalado como estado de ánimo, igual que la exhibición del ombligo. ¡Viva el yo! Aunque sea impostado y sobreproducido. Estimulados digitalmente, dueños de la falsa sensación de control que ofrece la tecnología, los hay que se impacientan cuando el rider se retrasa, aunque sea una noche de tormenta. Porque ellos quieren seguir riéndose de boberías con una pizza caliente. Y es que la risa actúa de envolvente: instala el género de la comedia en nuestro cotidiano y, sin apenas percatarnos, aligera tanta conducta woke.
Se repiten palabros como resignificar, narrativa o autocuidado, que dan empaque al interlocutor, como si en verdad fuera un ponente preparado. Pero lo más lamentable es que, incluso detectando esa falsedad, caemos rendidos ante la encantadora banalidad de un influencer cualquiera y corremos a descancelar el espíritu de los tiempos a fin de no parecer trasnochados. Ahora se tardea.
Artículo publicado en La Vanguardia el 21 de noviembre de 2023
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