Languidece el estatus vip, esas “personas muy importantes” que tenían mesa garantizada en los privados porque ocupaban la cúspide de la pirámide social. Claro que entre ellos se mezclaba algún muerto de hambre que oficiaba de palmero, entreteniendo a los que pagaban el crucero y sacando brillo a sus egos. Por supuesto, también los famosos asumían tal rango, hasta el punto de que, apenas salían del anonimato, brindaban ya con soltura con Dom Pérignon. No importaba su ascendencia sino el éxito. Pero ser vip acabó perdiendo lustre, horterizado por la prensa rosa y banalizado por aquellos para los que creían que tener enchufe con el portero era ya un signo de estatus.
La resaca de logos y egos de los noventa fue aprovechada por la calle. Los raperos se hicieron globales con sus tatuajes y una gorra de Vuitton. Y las marcas de lujo, lejos de fruncir el ceño, empezaron a diseñar colecciones de sudaderas con capucha y zapatillas deportivas. La idea de distinción se reformateaba y, al tiempo, surgía un nuevo Olimpo de celebrities que hacían patente el cambio de registro.
Las confortables y surtidas salas de los aeropuertos del mundo, por ejemplo, empezaron a denominarse club , un nombre mucho más antiguo –y que sirve para todo, ya sea el ping-pong o los bares de alterne– pero cuyo vínculo de pertenencia es más evidente.
Arnault y Pinault son buscadores del nuevo oro: clientes vírgenes y deslumbrados
Hoy las personas se han transformado en clientes, segmentados por lo que gastan. Para el mercado del privilegio ya no son vip sino vic ( very important customer ). El término explicita su actividad consumista, y también sus derechos. Se calcula que existen en el mundo 40 millones de personas que pueden derrochar a su antojo. Sí, son ellos quienes compran lo más caro de todo, los bolsos de más de trescientas mil libras en Sotheby’s, las tiaras de Chaumet de medio millón de euros, o las obras de arte de Damien Hirst o Lita Cabellut.
Mientras en Europa se ha triplicado el consumo de ropa de segunda mano y los outlets, en los países del nuevo mundo solo lo exclusivo satisface, sin dilemas morales, sociales ni ecológicos. Hasta el punto de que los bolsos de lujo son el nuevo ladrillo: Chanel ha triplicado el precio de su modelo 225 en cinco años, y hoy cuesta 9.500 euros. El capitalismo occidental utiliza las redes de distribución de comercio para eternizarse creando deseo. Y si el siglo pasado Estados Unidos y Japón fueron las niñas de sus ojos, en este llegó el huracán chino –tras el deshielo ruso–, y ahora mira complacido a Oriente Medio.
Cuando una pareja de europeos llega al hall de un hotel en Dubái, por ejemplo, se hace un silencio. Son una rara especie, mezclados con mujeres cubiertas por abayas negras y hombres con turbante. La pareja viste con discreción: practican el lujo silencioso propio de quienes proceden del balneario del mundo
–como escribía tan certeramente en estas páginas Ramon Aymerich–. Y resultan tan exóticos como las pieles mantecosas de Hermès.
Por ello, Bernard Arnault y François Pinault son los buscadores de un nuevo oro: comunidades vírgenes de vics en Nigeria, Sudáfrica o Indonesia, países donde empieza a surgir una clientela tan ávida y leal como deslumbrada. Vuelve entre los nuevos ricos globales aquella vieja tradición acuñada por la burguesía europea del siglo XX: de obsequiar a sus cachorros con un reloj de oro en su mayoría de edad. Aunque vivan con modestia, al verse propietarios de un objeto tan exclusivo, creen adquirir poder. No conocen todavía el hastío del hiperconsumismo. Ni saben que el lujo es el nuevo opio.
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