La santidad parece un concepto tan excéntrico como perdido en el curso de la historia, y, sin embargo, nos rodean santos y santas que se hacen a un lado: es su forma de renunciar a los dictados de este mundo nuestro, y de impugnarlos. De ningún modo significa que se crucen de brazos y desconecten de la realidad, más bien se han liberado de los grilletes que les impedían encontrarle un sentido a la vida. Escapan de la lesividad de los contratos sociales, los que nos reducen y envilecen, y buscan el espíritu: lo profundo, lo misterioso, lo sensible, practicando una suerte de mística laica.
La santidad (en hebreo, literalmente, “salirse del mundo”) emerge en los primeros siglos de nuestra era, en los que se produce una revolución de lo humano. Lo recordaban los intelectuales Ignacio Echevarría y Andreu Jaume, autores de un ciclo en torno a la obsesión de la modernidad por los santos laicos, auspiciado por el Institut d’Humanitats de Barcelona. “Un santoral de personajes que aspiraron a una utopía privada en la que se evidencian las tensiones de un mundo progresivamente despojado de sabiduría y espiritualidad”, decían al presentar el curso.
Valentía, generosidad, virtud, y el rescate de humanidad pervertida… sus grandezas enlazan con la noción de santidad entronizada por la religión católica, que ha constituido un género memorial, modélico y mágico. También anacrónico. Echevarría y Jaume ahondan en cómo el arte, después del Romanticismo, se convierte en una nueva religión, y a la vez en una forma de santidad. Se detienen en la figura de Kafka, y destacan aquella frase que comparte con Max Brod: “en el mundo hay mucha esperanza pero no es para nosotros”.
También incluyen a Tolstoi, en el personaje de Bartleby el escribiente, a Laurence de Arabia o Simone Weil, que absorbe la compasión de forma tan extrema que, tuberculosa, se deja morir de hambre durante la Segunda Guerra Mundial por solidaridad con los soldados de los frentes.
Pero, ¿quiénes son los santos y las santas modernos, una vez la religión y el arte han sido reemplazados por la tecnología en el altar del zeitgeist ? ¿Son los que convierten lo ordinario en excepcional rehuyendo la notoriedad, el propio beneficio y el juicio constante? ¿Los que dan de comer a quienes tienen hambre y salvan a náufragos en el mar de todos y de nadie?
¿Son los José Andrés, Malala Yousafzai, Greta Thunberg u Òscar Camps los Francisco de Asís y Teresa de Calcuta de nuestros tiempos? Sacrificio, entrega, renuncia y amor al prójimo representan algunos de los valores implícitos en la santidad. Y ¿no serían todos ellos rastreables en Rosalía, la santa que querríamos que nos cantara a fin de activar el timbre de la pureza y la alegría?
Lejos de replicar con vehemencia opiniones ajenas y aún más de tratar de imponer su propia visión, los santos anónimos no pierden el tiempo enfadándose, una de las tareas más molestas que nos ronda a los mortales. Su sonrisa delata que han desprendido el reproche de sus vidas. Han interiorizado el silencio, ajenos a esa bronca constante de cuyas cenizas nada brota ni permanece.
Su testimonio intimida, e incluso hacemos risitas para perderles el miedo; pero no hay duda de que la depauperación de las condiciones de vida ha engrandecido la cuota de santidad contemporánea. Ahí están todos los que resisten, se levantan con una sonrisa y evitan quejarse. Además de estar habitados por una cualidad que hubiera tenido que ser la primera palabra en un artículo sobre santos: la bondad.
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