Fue en un avión, rumbo a Nueva York, recién estrenada como articulista en La Vanguardia, cuando me crucé con un veterano periodista que tiró de su desdeñoso sarcasmo: “Vaya, ahora en nuestro periódico opinan las estilistas de Marie Claire. ¡A dónde iremos a parar!”. No le respondí porque siempre he tenido en gran estima a las estilistas, aunque al instante fui consciente del prejuicio que oscurecía el resto de mi currículum, así como mi encasillamiento en la frivolidad.
Empecé a firmar noticias desde pardilla, en sociedad y cultura; alternaba la mesa de redacción con la facultad. Y a pesar de las resacas y los desamores, nunca dejé de escribir la nota del día siguiente, empujada por una mezcla de vocación y mandato. Hasta que hallé en la moda una ventana olvidada, sin apenas competencia para asomarse.
Nadie quería escribir de moda. Era algo bonito pero insignificante, aunque no lo vieron así Proust, Wilde, Mallarmé o Balzac, me decía yo. Y además, a finales de los 80, la moda formaba parte de la fiesta que invocaba el espíritu de Rimbaud subido a unas plataformas.
Entonces en las redacciones todavía había pocas jefas; yo tenía entre mis ídolos a Patrícia Gabancho y a Margarita Rivière, que ya había explorado la dimensión sociocultural de la estética. Desde París, las crónicas de Laurence Benaïm en Le Monde entraban y salían de la pasarela para conectarla con un magma artístico que ordenaba el caos. Ellas fueron espejos para que la moda se convirtiera en mi coartada, un salvoconducto para seguir firmando.
A lo largo de estos años he perdido la pista a muchas colegas valiosas en los medios. Algunas fueron apartadas injustamente, otras renunciaron.También las hubo paralizadas por el síndrome de la impostora. Lo veo reflejado en el informe “Mujeres sin nombre”, realizado por LLYC y coordinado por Luisa García, sobre la presencia y el tratamiento de la mujer en los medios de comunicación.
El equipo de Deep Digital Business de la consultora ha analizado catorce millones de noticias publicadas durante el último año con mención explícita al género –de España a EE.UU.– ¿El resultado? Las mujeres firmamos un 50% menos que los hombres.
En las noticias, ellas también las ocupan en menor medida, pero el estudio arroja un dato paradójico: en uno de cada quince mensajes sobre mujeres se menciona explícitamente “mujer” o “femenino”, más del doble de lo que aparece “hombre” o “masculino” en las informaciones sobre ellos. Es decir, se subraya el género por excepcional, como anomalía. Aparecen constantemente, sí, tan presentes en el debate social, pero sin nombre. ¿Quiénes están detrás de un sujeto genérico que se refiere a la mitad de la población?
Deberíamos ir concretando, porque, a pesar del empalagoso término empoderamiento, la mayor parte de las vidas femeninas siguen siendo anónimas, y hay que contarlas. El feminismo debe bajar a pie de obra para convencer a los editores –y a las propias mujeres– sobre la inconveniencia de ese pobre porcentaje global de autoras o articulistas –una por cada dos hombres– que enhebran el relato del mundo.
La paridad en los medios resulta un acelerador real de la igualdad por su capacidad de influencia. Por ello hay que promocionar a las que ya no necesitan coartada para despuntar en las secciones de economía, política o tecnología, libres de sesgo. No se precisa que sean excepcionales, basta con que respondan a la media, tan normalitas o tan brillantes como ellos.
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