A los 12 años, la adversidad se combate con fantasías. Si le sumas pobreza, desarraigo, una transición de identidad sexual y acoso, la imaginación se funde en negro. Ignoro cuánto duró la agonía en el caso de Sallent, el malestar radical, el silencio invulnerable, violento, hasta que se arrojaron por el balcón. Dimitir de la vida a una edad en que todavía se halla la felicidad en un helado nos estremece. Y cabe interrogarse sobre el agujero de la red social que no pudo parar su impulso.
Buscaban una salida a la corriente de tristeza que sentían, y según su abuelo, todavía se arrancaban una sonrisa en la videollamada. Dicen que en el colegio se reían de su acento ondulado, de Mar del Plata (qué difícil debe de ser abandonar una ciudad con ese nombre, y qué poco se lo valoraron).
El estigma del extranjero pervive en los patios de colegio por muchas campañas de diversidad que celebremos. Ahí sigue esa cortedad de expulsar al diferente en lugar de aprender de él; la crueldad del bullying , asombrosamente escurridizo ante la mirada adulta. En cuanto a la salud mental, y pese al progreso en visibilizarla, no dispone de techo firme.
Desde hace años, la OMS alerta del incremento del suicidio –según Camus, “el único problema filosófico verdaderamente serio”–. Antes de la pandemia, era ya la primera causa de muerte entre menores de 34 años. La covid abrió una herida silenciosa entre quienes estrenaban una edad tan refulgente como torcida. También ellos pensaron que el mundo se acababa y se refugiaron en sus teléfonos, que los someten a un desorden ciclotímico, entre el aplauso y la burla.
Recuerdo cómo nos impactaron las primeras campañas de la DGT y su efecto en la reducción de la siniestralidad en la carretera. Marlaska firma un acuerdo para reducir a la mitad los accidentes en España en el 2030. Bravo. Pero el profundo abismo de los jóvenes –los dueños del futuro– aún no tiene agenda.
Artículo publicado en La Vanguardia el 27 de febrero de 2023
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