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Sopa de tomate en el museo

La protesta no siempre implica arrebato y violencia aunque pretenda reventar un orden. Cuando estudiábamos historia, nos perturbaban aquellas imágenes de Gandhi con las costillas marcadas y su sonrisa beatífica, líder de aquellos disidentes que, a la manera de Bartleby, preferían resistir de forma pacífica. De Rosa Parks, que prefirió no levantarse del asiento en aquel autobús porque estaba demasiado cansada para seguir siendo maltratada como negra, a Simone Weil, otra santa contemporánea que, refugiada en Inglaterra, decidió comer lo mismo que sus compatriotas en la Francia ocupada y murió desnutrida y tuberculosa, la protesta callada ha sido a menudo más eficaz que los atentados y las bombas. Esa forma de autoviolencia llevaba un mensaje implícito: no merece la pena seguir viviendo si no existe la justicia.

Hace ya una década dos investigadoras norteamericanas, Erica Chenoweth y Maria Stephan, publicaron Why civil resistance works?, en el que analizaban más de 200 revoluciones violentas y no violentas entre 1900 y el 2006 en Irán, Palestina, Birmania o Sudáfrica. Su conclusión fue que las insurgencias pacíficas triunfan tres de cada cuatro veces, mientras que las violentas solo una. Además, los movimientos de resistencia civil ofrecen una garantía mucho mayor de futuro democrático.

Siempre entendí las acciones de PETA en desfiles de moda como raptos narcisistas más que pedagógicos

Como directora de revistas asistí a varias acciones de los activistas de PETA en desfiles de moda: de repente, una chica con los pechos al aire y una pancarta de “Pieles no” subía a la pasarela, quebrando su ritual hipnótico. Daba igual que ninguna modelo llevara pieles encima, se trataba de impactar al público. Ignoro a quiénes convencieron, pero yo siempre entendí aquellas acciones como raptos narcisistas más que pedagógicos.

Hoy, un movimiento de activistas medioambientales lucha contra el cambio climático lanzando sopa de tomate sobre obras maestras del arte. “¿Os preocupa más la protección de un cuadro o la protección de nuestro planeta y su población?”, se justificaba una de las jóvenes que arrojó un bote de sopa Heinz a Los girasoles de Van Gogh. El cuadro tenía un cristal protector y la National Gallery corrió a informarnos de que la obra no ha sufrido daños, pero ese gesto, el de atentar contra una de las máximas expresiones de la creación artística, es de una vileza comparable a jugar con un mechero en un bosque seco. En lugar de atentar contra la belleza, deberían hacerlo contra la estupidez humana, empezando por la suya. Porque hay que proteger el clima, sí, también el interior.

Artículo publicado en La Vanguardia el 20 de octubre de 2022

Publicado en Artículos La Vanguardia

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