No les motiva nada”, “no quieren trabajar, son unos vagos”… La letanía se repite cuando hablamos con displicencia de nuestros jóvenes. Opinamos y vertimos todo tipo de acusaciones sobre ellos mientras al otro lado tan solo reverbera el silencio. Porque apenas disponen de espacio público e institucional. Cuando salen de sus habitaciones, más refugio que isla, y se dejan ver con sus capuchas caladas y sus andares desganados, les acusamos de dimisionarios sin apenas saber nada de ellos. ¿Y si ellos hablaran de los adultos y del mundo que les ofrecemos?
Por eso las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso acerca de los jóvenes faltos de “cultura del esfuerzo” no deberían provocar tanto asombro. Se trata de una percepción bien enraizada, sostenida además por pésimos datos, como que el 28% de los chicos y chicas españoles de entre 25 y 34 años no han llegado a titularse en bachillerato o formación profesional, según un informe publicado por la OCDE.
“En la mayoría de los debates que se desarrollan en torno a la brecha generacional, se pone el énfasis en la alienación de los jóvenes, mientras que se tiende a omitir por completo la alienación de los adultos. (…) A ambos interlocutores les falta vocabulario para dialogar”. La cita pertenece a Margaret Mead, antropóloga y precursora en la utilización del concepto género , célebre por su obra Adolescencia, sexo y cultura en Samoa, donde demostraba que en la Polinesia ese rito de pasaje transcurría como una suave transición, ajena al elevado índice de ansiedad y confusión registradas en su país, Estados Unidos.
Perpetuamos nuestras muecas torcidas ante su desvalimiento o sus depresiones
Eso ocurría hace casi cien años. Hoy, al duelo existencial que supone la pérdida de la infancia y al baile hormonal habría que sumarles el desconcierto global de una época marcada por cuatro crisis rampantes: la sanitaria, la climática, la económica y la bélica. Y en cambio perpetuamos nuestras muecas torcidas ante su desvalimiento o sus depresiones, como si necesitáramos que aumente un poco más la curva de suicidio juvenil para darnos cuenta de que no se trata de románticos Werthers, sino de replicantes extraviados ante un futuro que les ofrece saldillos.
Los jóvenes han sido víctimas de generalizaciones y culpabilizaciones abusivas, señala el antropólogo Carles Feixa desde la cátedra Re/Generation UPF; y alerta de la urgencia de un nuevo pacto intergeneracional, un acuerdo en el que, para empezar, renovemos nuestra educación sentimental y nos comprometamos a escucharlos. ¿O los hijos no acaban por educar a los padres?
Artículo publicado en La Vanguardia el 27 de octubre de 2022
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