A menudo entro en casas ajenas sin moverme de la mía. Algunas son catedrales, como solía referirse Proust a sus novelas; otras son piscinas en las que Paolo Sorrentino bucea entre el placer y la decadencia, pero también piso un felpudo en el que se lee la palabra welcome, el de un hombre cualquiera, invitada por la poesía de Manuel Vilas. Se está bien en esas casas donde vivo de prestado. Me permiten descorrer sus cortinas, sin saber aún en qué lugar me encuentro, para amueblarlo en tinieblas como tan precisamente ilustra Marcel Proust. Acaba de llegarme una cuidada edición de Combray (Nórdica), ilustrada por Juan Berrio, y, al leerla, me asalta de nuevo ese gran tema que atraviesa las páginas de En busca del tiempo perdido: los resortes de la memoria involuntaria –y la sabiduría de los sentidos–, capaz de devolvernos recuerdos vivos a través del perfume del té o al sabor de una magdalena.
Reviso la marca Proust hoy, y tan solo encuentro algunas pastelerías y perfumes, lo que da muestra del impacto colosal que ha tenido en nuestra cultura el poder de la evocación a través del olfato y el paladar. Su nombre ha sido asociado a la elegancia, a un humor exquisito y a los salones mundanos, pero también a una concepción del arte como salvación: “la vida auténtica”. Le recomiendo a Oscar Tusquets Siete conferencias sobre Proust, y me recuerda cómo respondió a uno de sus detractores, el que afirmaba que À la recherche… era la peor novela de la historia: “¡Qué exageración!”.
En las casas de estos autores no hay necesidad de mentir. Hurgan entre los pliegues de lo exquisito y lo salvaje explorando esquinas ocultas de la realidad. Cito a Proust, Sorrentino y Vilas, pero también podría detenerme en Virginia Woolf, Isabel Coixet y Joy Williams. Más allá del género, poseen formas ondulantes para atraer el mundo exterior hacia dentro, sin falsear. “Mi corazón es un escaparate lleno de baratijas de Oriente y Occidente / Mi corazón es una estepa rusa con armas automáticas”, escribe Vilas en Una sola vida (Lumen). Los artistas no son filósofos, aunque su función de asistencia social es inconmensurable: nos ayudan a vivir.
¿Acaso no es la cultura el mayor reparador de la herida contemporánea? Expropiados de la predecible circularidad del tiempo –fragmentado por pandemias, sindemias y crisis–, y certificado el fraude de la meritocracia, nos agarramos a la tabla de la cultura, a pesar de que solo tenga un papel de figurante en el guion del mundo. Oirán sin cesar palabras como sostenibilidad, diversidad, empoderamiento o digitalización; son los valores que cotizan al alza, sobre todo en el mercado del marketing. Y, en cambio, ¿por qué se nos escamotean cultura o creatividad, si son de las escasas parcelas no okupadas por ese dictado social basado en el par poseer/aparentar?
El abrigo de la cultura es real, pero en los programas políticos ocupa un lugar meramente decorativo
La Feria de Frankfurt ha demostrado el vigor del libro de papel, que se daba por finiquitado. El abrigo de la literatura es real, igual que el de las demás artes: supone un 2,4% de nuestro PIB. Sin embargo, en los programas y agendas políticas ocupa un lugar meramente decorativo. Quizá esa sea la razón profunda del tropiezo de Feijóo con Orwell y su 1984, o el de Sánchez, que confundió Kenia con Senegal ante su propio presidente ¡en Nairobi! Según la RAE, cultura se define como el “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. Menos humo y más Proust. La cultura no es privilegio sino pegamento social.
Artículo publicado en La Vanguardia el 29 de octubre de 2022
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