Apenas había florecido el jazmín, y ya amarillea, acorta su reinado. El amarillo es el color del verano. Un tono optimista que pirra a las millonarias con turbante en el yate. Es el color de los bronceadores que prometen felicidad, igual que el vino blanco. Aunque solo se trata de una ilusión, un vigoroso reclamo, porque el mapa meteorológico nos informa de que no hemos entrado anticipadamente en el verano, sino en el infierno rojo. Un “calor africano”, decimos, visualizando las dunas de arena del desierto con jaimas refrigeradas. Leo en el estudio de una inmobiliaria que el aire acondicionado únicamente ha llegado a un 36% de las viviendas españolas.
La canícula se esparce por las calles y el asfalto parece fundirse, lo que pronuncia aún más la sensación de aturdimiento. “Un tiempo extraño provoca un comportamiento extraño. Como un mechero Bunsen aplicado a un crisol provoca un intercambio de electrones (…) así una ola de calor actúa sobre las personas. Las desnuda, les hace bajar la guardia”, escribía Maggie O’Farrell en Instrucciones para una ola de calor (Salamandra). Resoplamos añorando el viento fresco, y ocurre algo parecido a lo que sucede con la enfermedad: solo cuando nos azota valoramos los días de salud. El calor se engancha a la piel y la embrutece, esparce un olor a hierba seca y afloja las gomas de la cintura. Pero, sobre todo, reduce la ambición. No estamos preparados mentalmente para vivir a cuarenta grados, pero nuestras ciudades, con sus moles de cemento y sus rotondas, poco favorecen las sombras. Por ello, nos disfrazamos de turista, parece que adoptamos una identidad pasajera sin pudor.
Eso no le ocurrió a Leopold Bloom, el protagonista de Ulises , del que se celebran cien años de su primera edición. Hoy, 16 de junio, los miembros de su cofradía literaria celebran gozosamente el Bloomsday. También en Madrid, por primera vez. “Va a hacer un día de calor, me imagino. Especialmente con estas ropas negras lo sentiré más. El negro conduce, refleja (¿se dice refracta?), el calor. Pero no puedo ir con el traje claro. Como si fuera de merienda al campo” , escribe Joyce en la novela. “ Ulises es el libro menos leído de la historia. Si te metes en él, tocas el alma de Joyce con su prosa”, reflexionaba el otro día Eduardo Lago en la presentación de su Todos somos Leopold Bloom (Galaxia Gutenberg), un valioso manual de instrucciones para leer de una vez por todas el libro que cambió la literatura. No hay mejor lectura de venganza contra la ola de calor.
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