La noción de intimidad es una serpiente sin cabeza que el diccionario define como “ámbito espiritual o físico de una persona o un grupo”. Recuerdo bien cómo, en sus clases, Alejandro Gándara la diferenciaba de la privacidad, que ilustraba con el ejemplo de aquellos George Bush jr. y José María Aznar con los pies sobre la mesa (una imagen que ellos mismos quisieron compartir gozosamente con nosotros). Todos los asuntos íntimos son privados, pero no todo lo privado –como los audios entre Cospedal y Villarejo– es íntimo. El impacto de los formatos del reality show derribó el muro entre ambos, y nos abrió las puertas de la vida en calcetines de los otros. Tanta impudicia ahogó el mito de la ventana iluminada, con cuya insinuación han fantaseado tantos cineastas y escritores.
Las pantallas supuran domesticidad, y sus usuarios insisten en mostrar mucho más que la toalla en el pelo y la cama deshecha. Una falsa idea de naturalidad nos atrapa, aunque poca relación guarda con el voyeurismo que defiende barra libre para la mirada, más bien parece una huida de la soledad. “Temo el aburrimiento de estar a solas conmigo mismo”, confesaba Rousseau. Hoy buscamos la compañía de la cámara. Millones de personas se fotografían y graban a solas en su cuarto o en su cocina para compartir sus recetas o sus cuerpos. De ahí que conozcamos las cocinas de familias de todo el mundo con sus gadgets de última generación y sus visillos de ganchillo, o las habitaciones de adolescentes globalizadas con su poso de desolación. Nos hemos acostumbrado a la exhibición personal de cualquier individuo, sin embargo respetamos la distancia que media entre lo que muestra y lo que esconde. Es decir, entre su privacidad y su intimidad.
Ahora, cuando la intimidad es asaltada y violada, ocurre un fenómeno asombroso: en lugar de denunciar tal vulneración, se la juzga moralmente. No, yo no vi el vídeo de Santi, ni tampoco el de Pedro J. o el de Olvido Hormigos, porque no quiero
participar en un acto tan execrable, que además es delito. Pero una corriente de opinión arremete contra la intimidad de aquellos que viven a su manera, y aflora tanto el tópico que creíamos superado como el escarnio farisaico, impidiendo que evolucione un nuevo relato sobre los pactos internos que mantienen las parejas. Porque no solo hay una manera de
entenderla. Que se lo pregunten a aquellas que no se hablan durante meses, habitantes invisibles en sus propias casas, que al ser grabadas en vídeo se agarran amorosamente.
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