Son como los riñones de los hogares que no solo filtran los deshechos, sino que recogen las sobras de nuestra ansiedad. Actúan de forma parecida a la red de un trapecio en la que nos dejamos caer para que doten de armonía nuestras casas o atiendan a los nuestros, menores y mayores, porque estamos urgente y terriblemente ocupados en proveer. La condición de extranjeras de muchas de ellas ha fijado en su posición corporal, cargada de espaldas, mientras que sus manos ejercen el milagro cotidiano de quitar la pelusa, la grasa de las ollas, los mocos de los niños. Después de llevarlos al parque y bañarlos, hablan por Skype con los suyos, que enseguida se aburren: “Los hijos pierden el amor de uno”, le cuenta Deybi Vanesa a Cristina Sánchez-Andrade en Fámulas (Anagrama): “Un libro hecho de silencios”.
Se les buscó eufemismos menos clasistas que el de criada o chacha, pero su suerte quedaba a merced de sus empleadores, muchos con tendencia a la explotación. Lo suyo nunca ha sido un hobby, sino un trabajo intenso y reparador –bien lo saben las amas de casa, doctas en economía sumergida–. A las empleadas domésticas se les exige paciencia y humildad, así como validar constantemente la confianza y soportar las inquinas que pueden caer sobre quien administra el orden en un espacio privado: que si roban, mienten, que si te odian como las famosas hermanas Papin, que asesinaron a su patrona y su hija, e inspiraron a Genet: “Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo”, dijo Christine Papin.
El Congreso ha aprobado por mayoría el convenio de la OIT que las protege igual que a cualquier otra persona trabajadora. La homologación de sus derechos repara una grave anomalía: el reconocimiento a lo que estaba sobreentendido como un trabajo miserable, sin derecho al subsidio, aunque consista en solucionarnos la vida mientras nos realizamos.
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