Para el día de la Victoria, Vladímir Putin se maquilló a la manera de Sarkozy –que contaba con un make up artist en nómina–, aunque no fue suficiente para disimular la hinchazón de su rostro. “Cortisona”, supusieron algunos; “parkinson”, “visitas al oncólogo”, los más osados. Pero ¿por qué diablos un tiparro como él, que pesca truchas con el torso desnudo, luchador de sambo y experto tirador que ha descerrajado la paz en Europa, se sienta con una mantita sobre las piernas? Frente a los féretros de quienes murieron por su capricho, el zar posmarxista, que al estilo de los señores de la guerra camina con los puños apretados, mostró sin pudor un amago de vulnerabilidad. Parecía tener frío, a diferencia de los ancianos excombatientes sentados a su lado. Y todos nos preguntamos qué escondía bajo su manta cuando, a sabiendas de que era observado con lupa, quebró su seriedad concentrada y esbozó una sonrisa al despedirse de su entregado público.
Ante las comisuras de Putin ocurre igual que con la Mona Lisa: la primera vez que la observas, atinas a ver una sonrisa; a la segunda, dudas, y a la tercera crees que su rictus esconde una amarga melancolía. La mirada del dictador es afilada, pero sus labios insisten en estirarse reproduciendo ese gesto universal que dulcifica la gravedad de la existencia. Son esos instantes en que, como precisaba Simone Weil en La gravedad y la gracia, se produce un breve destello que hace olvidar la carga, y la sonrisa se convierte en un feliz sobresalto.
“Cuando ante una cámara se nos pide que sonriamos, actuamos de manera valiente. Pero si el proceso se demora, basta una fracción de segundo para que nuestras sonrisas se conviertan en muecas incómodas. (…) Una sonrisa es como un sonrojo: una respuesta, no una expresión en sí misma”, escribe Nicholas Jeeves en su ensayo La sonrisa en el retrato . El profesor de arte de Cambridge explica por qué los personajes no sonríen en los cuadros hasta el Renacimiento, cuando se empezaron a mostrar los dientes, pues antes era una muestra de vulgaridad y mal gusto –solían ser negros–. Solo a los borrachos, los miserables, lascivos y, por supuesto, a los inocentes les estaba permitido reír en las obras de arte.
Hoy, al retirarnos las mascarillas, volvemos a topar con las sonrisas. Las falsas y las auténticas. Fue el neurólogo francés Guillaume Duchenne quien dio con la verdadera, la que se produce debido a la contracción de los músculos cigomáticos, que arquean nuestros labios al tiempo que el músculo orbicular eleva las mejillas, formando esas reconocibles arrugas de felicidad alrededor de los ojos que delatan su sinceridad. Pero la sonrisa de Duchenne escasea en nuestro teatro social por mucho que la publicidad, con su promesa constante de paraíso, certificara su hegemonía. Tanto fue así que se prodigó un nuevo género: la sonrisa envenenada como la de Putin, que amaga incomodidad y desprecio.
En su cuadro Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, el puntillista George Seurat pinta ocho barcos, tres perros y unos cincuenta parisinos que no resplandecen con la misma efervescencia que el paisaje. Parecen estatuas. Nadie sonríe. Acaso la respuesta la tenga el fotógrafo Peter Lindbergh, afinado esteta contemporáneo, que afirmaba que ante el retrato de alguien risueño solo se ve la sonrisa mientras que en el que no sonríe, se acierta a ver todo lo demás. Casi toda sonrisa encierra siempre cierta melancolía por su evanescencia, pero en el caso de Putin su mueca intolerable roza la pornografía.
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