A algunos políticos les encanta hacerse un tuit encima. Es su forma de marcar territorio, tan parecida a la de los perros. Dicen lo que les conviene, es la ventaja de declarar a solas. Este es un verbo que los periodistas utilizábamos cuando los políticos daban la cara, dispuestos a sentarse frente a alguien supuestamente entrenado para preguntar y repreguntar con el fin de obtener, además de un titular, lo más parecido a la verdad. De ahí el recurso del plasma o del comunicado para expresarse controladamente, sin intermediarios, tal y como comentaban los colegas Gema Robles, Arcadi Espada, Iñaki Garay o Marta García Aller esta semana en CaixaForum, durante una tertulia que sucedió a la proyección de la película Lo que queda escrito, producida por la consultora LLYC. “El periodismo es el hígado o el riñón, debe filtrar la información”, afirmó Espada, autor de La verdad (Península), donde cuestiona la frase que todavía se repite en las facultades de Ciencias de la Información a modo de bienvenida: “La verdad no existe”, una forma magistral de espantar vocaciones de futuros comunicadores y, en el mejor de los casos, alentarlos a estudiar filosofía.
Twitter, la red social que acaba de comprar Elon Musk, un gurú del emprendimiento con pasado de ladrón de esmeraldas (robadas a su propio padre), hace tiempo que dejó de ser la pretendida ágora virtual y ha convertido el consumo de carbono informativo en un entretenimiento global. Hay quienes anuncian que pretende limpiarla de bots y desarrollar algoritmos abiertos que refuercen la sensación de transparencia en la interacción, pero otros, como Jeff Bezos, no lo ven tan claro y –a golpe de tuit, cómo no– apuntan a la apertura de un inmenso mercado en China, donde la red social, al igual que Facebook, Instagram o YouTube, está bloqueada.
Mientras, Musk celebra la libertad de expresión que su nuevo negocio garantiza a sus usuarios, pero hay que recordarle las palabras de la experta en tecnología Shira Ovide en The New York Times: “Twitterha sido arrastrado a los pantanos de los traficantes de la desinformación, del abuso gubernamental de las redes sociales para incitar a la violencia étnica y de las amenazas de funcionarios electos de encarcelar a empleados por tuits que no les gustaron”. Sí, Orwell se equivocó, no es el Gran Hermano ni la Policía del Pensamiento quienes nos vigilan y corrompen, sino los falsificadores de la verdad. Porque lo que ocurre en Twitter poco tiene que ver con el mundo real.
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