La riqueza es silenciosa, y se funde como la mantequilla al sol, mutando en un líquido amarillento que penetra el deseo prohibitivo, sea una noche de hotel a seis mil euros o un auto deportivo. Podría parecer un acto de amor hacia uno mismo, pero se trata de sexo duro, sin caricias. Y rápido, porque el dinero embrutecido hay que fundirlo sin titubeos. Discretamente. Que sirva para pagar gustos caros, como han hecho los intermediarios de la compra de material sanitario para el Ayuntamiento de Madrid, Luceño y Medina. Al principio, el aristócrata Luis Medina, con el milloncete logrado gracias a “sus contactos”, se hizo con un yate llamado Feria y defendió su derecho a comprarse los Rolex que le diera la gana, faltaría más que juzgaran su libre albedrío, o su vocación de coleccionista de esferas de oro. Pero enseguida vació sus cuentas, dejando tras sí una estela de perfume nicho.
El problema es que cuando la riqueza silenciosa aparece en un informe de la Fiscalía, hace un ruido estrepitoso. Y no se debe a esa ciudadanía descastada, que mira atónita los conejos que habitan en chisteras de gentes espabiladas que aprovechan la tragedia para enriquecerse. Las hubo en todas las crisis y guerras. Muchos negocios boyantes salieron de la carencia, ¿o no son arribistas los millonarios surgidos tras el desmantelamiento de la URSS, afines al régimen de Putin?
Más allá del estropicio ético y estético, que significa lucrarse con material sanitario en pleno estado de alarma, las ciudades convertidas en cementerio, salta una vez más al espacio público un modus operandi que no es excepcional, todo lo contrario. Porque en muchas instituciones se perpetúan esas constelaciones de primos y compis que hacen favores, además de la técnica del name-dropping : soltar nombres importantes, como el del alcalde Almeida, para que la funcionaria de turno te tome en serio y, tras el atraco, te dé educadamente las gracias.
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