El 19 de mayo de 1962, cuando Marilyn Monroe apareció por fin en el escenario del Madison Square Garden con paso corto y apresurado –el presentador la había anunciado hasta tres veces–, se hizo un silencio espeso, incómodo. Celebraban por adelantado el 45.º cumpleaños de John F. Kennedy, y ella misma admitiría después que aquella tensa expectación la hizo pensar que algo fallaba, que se le veían las enaguas, aunque en realidad no llevaba ropa interior. Mucho se había especulado acerca de la relación entre la tentación rubia y“mister president”. El foco cenital enfatizando su presencia burbujeante, la media melena platino demasiado crepada, un visón blanco sobre los hombros y un vestido de color nude con 2.500 brillantes de cristal que realzaba sus curvas, las mismas que ella acariciaba mientras le cantaba Happy birthday a su amante. Jackie no estaba allí.
Aquel episodio marcaría el principio del fin de la sex symbol . Demasiado sensual y explícita. Algo achispada también. Tras su actuación, Kennedy, haciéndose el arrobado, dijo: “Ahora puedo retirarme de la política después de que me hayan cantado Cumpleaños feliz de una manera tan dulce y apropiada”. Marilyn convirtió el morbo –y también su inseguridad– en provocación. Al día siguiente el país se despertó con el escándalo: la actriz parecía simular estar haciendo el amor con el presidente, ¡qué osadía! “Quitadme de encima a esta loca”, dicen que ordenó a su equipo Kennedy. A pesar de sus múltiples llamadas a la Casa Blanca, nunca más le cogió el teléfono: su hermano Robert se ocupó de consolarla. Monroe moriría tres meses después, y todavía se sigue especulando sobre las causas. El vestido, diseñado por Jean Louis, fue subastado un par de veces, y, en el 2016, un millonario canadiense pujó por él 4,8 millones de dólares (algo más de la mitad de lo que se ha pagado por la camiseta de Maradona).
El pasado lunes Kim Kardashian lo vistió en la gala del Met, sin duda el traje más caro de la velada. Y la elección de la celebrity demostraba que ya no es un suficiente llevar un modelo de alta costura, por exclusivo o valioso que sea, porque la economía de la experiencia sustituye a la economía del objeto. Ella quiso apoderarse del aura de Marilyn. Porque Kardashian, cuyo principal mérito es el de ser ella misma y su generoso trasero –que ha incitado miles de cirugías de aumento de glúteos–, no hizo sino una demostración de poder simbólico vampirizando el mito de la mujer más deseada de la historia. No obstante, reivindicar a Monroe hoy resulta un asunto complicado. No es un icono feminista, ni fue una actriz descomunal (más allá de su don para la comedia). Su imagen pública alimentó el mito de la rubia tonta, por mucho que ella insistiera en leer a Joyce, Tolstói o Kerouac y cambiara los músculos de Joe DiMaggio por las gafas de pasta de Arthur Miller. Su estela trágica acabó por deglutir a la sex symbol.
Aquel temblor entre patético y erótico de Monroe ha sido imitado por varias generaciones que han jugado a cantar el Happy birthday sintiéndose originales como ella, como ahora la Kardashian, máquinas de crear asombro en tiempos en que flaquean los mitos. Pero, tal y como reflexionaba Roger Caillois sobre el intento de producción y apropiación de estos: “A pesar de todos estos esfuerzos y de sus singulares resultados, no puede negarse que queda la impresión de una especie de oquedad”. Cuanta más mitomanía, mayor orfandad. Nunca más una rubia sexy volvió a cantarle Happy birthday a un presidente del gobierno, en público.
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