Cuando me llegó noticia de la muerte de Toni Miró –el domingo hará dos meses– no me sentí con ánimo de escribir sobre él, como si quisiera alargar la incredulidad. Se acababa de ir un príncipe silencioso que cultivó mundos sutiles; el primer sastre moderno que tuvo Barcelona, capaz de revertir el acartonamiento de la vestimenta masculina. Corrían los noventa, y, cuando peregrinábamos a Groc como si fuera una versión mediterránea de Savile Row, lo hacíamos pensando que tan solo con mirar el escaparate se nos pegaría ese aire cosmopolita de quien escapa de la tribu, desnuda la elegancia y pasea una bohemia discretamente canalla, entre la indiferencia al ruido y una espiritual ansia de belleza. ¿O no era esa imagen de vida la que siempre proyectó?
Si tuve un bautismo en la prensa de moda, sin apenas tradición en España, fue gracias a él. Me lo recordó varias veces, también la última que lo vi: “No habías cumplido veinte años y me hiciste la primera entrevista de tu vida” . “Fuera de Lleida”, le corregí. Hubo más: “Las reuniones me desmoralizan, fumo el triple y pierdo una considerable cantidad de energía”, me confesó en 1987 para el Diari de Barcelona. Siempre rechazó cargos y responsabilidades oficiales, tanto en el Salón Gaudí como al ser tentado por aquella rumbosa comisión para la Modernidad que auspició la Conselleria de Cultura de Joaquim Ferrer.
En una ocasión afirmó que “la moda no es frívola, la moda es Dios”, pues sostenía que los mejores inventos no tenían autor. Toni Miró hacía trajes a la manera de un arquitecto y tocaba la guitarra igual que un pintor. Transitaba de la música a la mística, o de los Stones y la bossa nova a la ceremonia del té. En un andén de Kioto, rasgando una guitarra, como en una película, lo encontramos en 1992 cuando Pujol iba a vender Catalonia Design por el mundo. Dejó la moda cuando los grandes holdings irrumpieron con tal ambición que le abrumaba. Pero contribuyó a cambiar la mirada hacia el traje, entendido con mayor libertad y fluidez , lejos de las armaduras. Su herencia estética fusionó lo mediterráneo con occidental y esponjó la silueta con los linos y el punto catalán.
El Consistorio ha anunciado que le concederá, a título póstumo, una merecida Medalla d’Or de la ciudad donde creó, exportó, uniformó a olímpicos y mossos. Aunque en la Barcelona de hoy el mejor homenaje sería el de esmerarse en encontrar la belleza perdida, con sobriedad y delicadeza, a la manera de Toni Miró, que demostró que la fealdad es una herida.
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