“¿Por qué no resolvemos la guerra a puñetazos?”, retaba hace unos días el magnate Elon Musk a Vladímir Putin, demostrando que incluso los nuevos gurús digitales combinan sus ambiciosos sistemas de inteligencia artificial con una masculinidad anacrónica. El musculado dueño de Tesla y SpaceX se igualaba en un cuerpo a cuerpo con el autócrata. Y su propuesta de duelo informaba, una vez más, del delirio narcisista de tantos poderosos. En cambio, las pocas mujeres que han retado a Putin –recién desposeído de sus cinturones negros de taekwondo y judo– lo han hecho de forma mucho más creativa. Como la periodista Marina Ovsyannikova, deslizándose dentro del plano de un informativo de la televisión rusa agarrada a una pancarta que denunciaba su falsa propaganda. La bravuconada de Musk palidece frente a la heroicidad de Ovsyannikova.
En las redes sociales a menudo me topo con comentarios que reproducen ambos perfiles: hombres de verbo feroz que sientan cátedra y se escuchan –y aplauden– entre ellos, y mujeres que optan por formas más audaces de comunicación, a pesar de ser consideradas amateurs y juzgadas entre la condescendencia y la infantilización. No es extraño, pues, que a nosotras nos cueste más poner un tuit y soportar las consecuencias. Según el estudio Mujeres líderes en el umbral de la visibilidad, realizado por la consultora LLYC, que analiza 11 millones de mensajes en redes en torno a 360 hombres y 360 mujeres referentes de los ámbitos empresarial, político y periodístico en 12 países, el resultado no tiene nada que ver con la percepción que ha prendido como una garrapata en parte de nuestra sociedad: “Tenemos mujeres hasta en la sopa”. Porque sus resultados señalan una anomalía: las mujeres no somos referentes, por mucho que se hable de nosotras. Su presencia en Twitter, por ejemplo, roza la irrelevancia: para hallar una información relacionada con una empresaria habrá que leer antes 200 mensajes sobre empresarios. “La visibilidad del talento femenino es, claramente, un acelerador de la igualdad, pero aún es muy baja en ámbitos como el empresarial”, resume José Antonio Lorente.
Muchas mujeres nos interrogamos acerca de la (in)conveniencia de la exposición en un medio que a menudo se convierte en un albañal de insultos y amenazas. ¿Para qué? ¿Para robarnos tiempo a nosotras y nuestras familias? Además, ojo con el doble castigo: se nos criticará por ambiciosas pero también por empáticas. Por no detenernos en la glosada tiranía de la imagen que convertirá en frívolas a las que se cuidan y en adefesios a las que no se tiñen. Y eso nos provoca pereza y distancia.
El asunto es complejo. “Cuando la conversación tiene un tinte ligeramente violento, las mujeres nos retraemos. No es un entorno en el que queramos estar, pero se perpetúa el círculo vicioso”, asegura Luisa García, ponente del estudio de LLYC. Tanto es así, que la gran Mary Beard afirmó recibir un torrente de insultos, “desde mi competencia como historiadora y mis puntos de vista elitistas, propios de quien vive en una torre de marfil, hasta comentarios sobre mi edad, mi silueta, mi sexo (vieja chiflada, obesa, etcétera)”. Y, con todo, defiende el derecho a estar donde una quiere estar. A no dejarse callar.
Nuestra presencia en las redes es reflejo de una realidad notarial que sigue sumando minoría. Y, además, ¿cómo vamos a ser relevantes y, más aún, referentes si todavía se trata de reinas, guapis o sexis a quienes acaban de presentar un informe de trescientas páginas o planean presentarse a unas elecciones?
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