Sal a quitarle hierro al asunto, le encomendaron al consejero de Educación de la Comunidad de Madrid, Enrique Ossorio, que hace justo una semana comparecía para acallar el informe de Cáritas que alerta sobre el aumento de la pobreza en Madrid. El hombre le puso expresividad al texto, e incluso hizo el gesto de buscar pobres detrás del atril. A ver, dónde están los pobres, que me los muestren, que pueda oler su ropa impregnada de adoquines meados y oír el ruido de sus tripas; que me enseñen su carnet de pobres de solemnidad.
En mi barrio, ese norte de la ciudad con la luz siempre más alta y sus calles con nombres de ríos y países latinoamericanos, una mujer eslava canta lírica cada mediodía. Tiene las piernas hinchadas, pero su voz sigue siendo cristalina. Pide para comer, a pesar de la vergüenza. La misma punzada que sienten algunos hijos de españoles al decirle a la tendera que su madre pagará mañana la cuenta. La humillación quema en la garganta de aquellas que van a la farmacia a por leche infantil caducada. Se trata de una pobreza silenciosa que deberíamos escuchar: la de personas con una dignidad parecida a la nuestra que un día bailaron en la fiesta de su boda, pero se cayeron sin red. Pobres a quienes se les hace culpables de su precariedad: vagos, idiotas, parásitos que molestan en la foto.
Albert Camus fue hijo de pobres solemnes. Y llevó el asunto ante los reyes de Suecia cuando le concedieron el Nobel. “Fui puesto a mitad de distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”. El hijo de una sordomuda y analfabeta que nunca leería sus libros –aun así le dedicó el último, incompleto: El primer hombre – proclamó su pacifismo ante la guerra de independencia de Argelia. Y al imaginarse un bombardeo y a su madre bajo los escombros, dijo aquella frase que, al igual que su crítica a los gulags, le hizo perder amistades: “Entre mi madre y la justicia, escogería a mi madre”.
Camus sabía muy bien lo que significaba ser hijo de pobres, y pretendió hacer todo el bien del que fuera capaz, guiado por el recuerdo de aquel padre veterano de la Primera Guerra Mundial. Cuando torturaban a los enemigos cortándoles los testículos y metiéndoselos en la boca para asfixiarlos, el padre de Camus se negó a hacerlo y dijo: “Un homme, ça s’empêche”: a un hombre (y a una mujer) se le impide. Contenerse, respetarse. Es el primer mandato de la condición humana, hoy descontrolada.
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