No hay símbolo más preciso para resumir el talante de Putin como estadista que su mesa. Las personas no van a sentarse en ella, sino a extraviarse. Porque en realidad no es una mesa, sino una limusina blanca de seis metros. Casi dan ganas de tumbarse encima de ella, e imagino a dos guardaespaldas echando una siesta cuando el salón se queda a oscuras, dado que aquella no es una mesa de diálogo, sino de monólogo.
Putin se ha reunido con la más alta diplomacia internacional sin mascarilla ni Zooms porque su mesa es tan profiláctica como esquiva. Imagino a Macron, o al canciller alemán Olaf Scholz, arrimando su butaca junto a esos cortinajes que pretenden imitar los del parisino hotel Crillon, aunque los visillos del Kremlin, color ala de mosca, están manchados de sombras. Otra evidencia de que ni el poder ni el dinero logran borrar el gusto indigente, que, además, subraya el delirio criminal al que estamos abocados. El del hombre que habla igual que un ventrílocuo: desde las tripas y con la boca cerrada, pero en tres idiomas, porque la suya es una historia de espías, gas y hambre rusa.
La mesa de madera de haya podría amueblar un salón presidencial de Dubái o de Guinea Ecuatorial, donde el espacio público y el privado se distinguen tanto como las relaciones entre la ciudadanía y los mandatarios, para quienes nunca han sido útiles los conceptos de verdad y mentira. La mesa lechosa es algo más que un escaparate desangelado: se trata de un parapeto con adornos de pan de oro y tres pies circulares, donde probablemente se escondan los ojos del Servicio Federal de Seguridad. Si al menos hubiese un piano a su lado y Putin diera la bienvenida con un aria de Prokófiev, la escena recuperaría un poco de calor humano en lugar del gélido potro de tortura en el que se ha convertido la suite del Kremlin para los líderes peregrinos que han intentado abrirle los puños al señor de la guerra.
Pero nada ni nadie es capaz de frenar la implacable perversidad del autócrata que ha bombardeado la paz. Muerte, devastación y tragedia recorren la espina dorsal de una Europa que parecía tentada a vivir en el metaverso y se ve obligada a regresar a Guerra y paz. Lo peor es que la mesa-limusina de Putin no es china, sino europea, y discuten su fabricación unos ebanistas de Alcàsser y otros de Como, hinchando más si cabe su ego todopoderoso, y validando las palabras de Erasmo de Rotterdam: “Hay quienes suscitan la guerra por la única razón de poder ejercer más fácilmente por esa vía la tiranía sobre sus súbditos”.
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