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Escribir como quien da un paseo

John Jennings. Unsplash

Hubo un tiempo en que se debatía si era más fecundo escribir enamorada o, todo lo contrario, acomodarse en los grises para evitar una prosa con exceso de brincos. Kingsley Amis apreciaba mucho el estado de resaca, pues aseguraba que dicho malestar le aportaba cierta lucidez metafísica. Y la historia, por su parte, demuestra que se ha escrito no solo en todo trance, sino también en las circunstancias más extremas. Ahí están los cuadernos de Wittgenstein rasgados en las trincheras, los versos de Verlaine desde la cárcel de Mons o las líneas que Agota Kristof anotaba mentalmente en la fábrica de relojes suiza donde trabajó. No fue la única: Jacques Rancière habla en El espectador emancipado de aquellos obreros que, al salir de la cadena de montaje, escribían poemas y se desalineaban.

Cuesta imaginar, cuando todo es incierto y volátil, a quienes se entregan al folio como manera de resistir, o desaparecer. Un acto de fuga y a la vez de búsqueda, como necesidad de encuentro y acuerdo. Ahora llegan las obras concebidas durante los dos años de pandemia, un tiempo ralentizado en el que la muerte comía y cenaba con nosotros. Pienso en el pequeño acto de rebeldía que supuso para sus autores dejar de ser ellos en ese contexto enajenado, o acaso existir a través de las vidas de otros. “Es escritor el que persiste en su propia estupidez”, le escuché decir en una ocasión a Pablo d’Ors, capaz de resumir el verdadero sentido de la escritura, alejado de la vanidad que implica publicar.

La fina artesanía practicada por quienes arman una historia fatiga las manos a una de­terminada edad, pero las ideas disparan los dedos, que olvidan los dolores del cuerpo, reencarnado en los de sus personajes. Dos ejemplos: en La Loca (Ediciones B), Cristina Fallarás presenta una voz muy distinta de Juana I de Castilla, una mujer calumniada y encerrada durante 46 años en una sola estancia del monasterio de Tordesillas; con su prosa hipnótica, una cuchilla sobre hielo, desmonta la falacia histórica que estereotipó el personaje durante siglos. Y Ana Merino ha accedido al archivo personal de Joaquín Amigo, compadre de Lorca, para dar forma a Amigo (Destino), una apasionante novela de campus que se entreteje con una investigación poética e histórica.

Narrar sigue siendo la mayoría de las veces un acto improductivo –excepto para los best sellers–, aunque no conozco a nadie que pretenda hacerse rico con un libro. Para eso están los bitcoin, las start-ups, el arte NFT o la creciente industria de la marihuana legal. “Escribir es un lujo y un despilfarro”, sentencia Juan Evaristo Valls en su Metafísica de la pereza (Ned Ediciones), un formidable ensayo que dispara las sospechas en torno al llamado “mal del ímpetu” y desarrolla su contrario: la ética de la inoperancia. “El único gesto rebelde hoy es el de no hacer nada”, escribe. Y anima a dejar de producir, de conectar alarmas, responder correos, atravesar ciudades que son selvas. 

Ya basta de ser infelices, de tragar ansiolíticos, abandonando la creatividad en el amor, en la mesa, en el punto de vista. “¡Parad! O de lo contrario el triunfo más grandilocuente se cernirá sobre vosotros y os aplastará con la tremenda furia de sus promesas”, insiste el autor. 

Hoy, la sociedad del rendimiento da paso a otra más perezosa, que pugna por ampliar el tiempo de ocio, además de pensarse desde el cansancio. Y que, rubrica Valls Boix, entiende –y necesita– la escritura como “una larga espera en la que nunca sucede nada, y, por ello mismo, puede cambiar algo”.

Artículo publicado en La Vanguardia el 12 de marzo de 2022.

Publicado en Mi Smythson

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