Se crió en una casa llena de libros, en Argentona. Hija de traductora y profesor universitario, fue una niña tímida que daba largos paseos por la montaña con su abuelo, y en el colegio era una alumna tranquila. Pero en casa experimentaba con audacia. Un día acompañó a su prima a una agencia de modelos, Maxim Models. “Yo tenía 14 años y mi prima 17. A ella le dijeron que no porque era muy bajita, y a mí, sin que lo buscara, me invitaron a entrar. Mis padres aceptaron el reto siempre que sacase buenas notas. Estudié Comunicación Audiovisual, pero la moda llamaba constantemente a mi puerta… Al principio me sentía empujada a hacer carrera, pero en realidad no mantenía una vinculación profunda con la moda”.
Aun así, Mireia Oriol prosperó, vivió en París y en Londres, trabajó sin parar y aprendió la fortaleza necesaria para subir a una pasarela. “Me enfada que no se conozca el oficio de modelo, que sea tachado de frívolo. Porque requiere mucha fortaleza mental y física. Además, vives cosas muy fuertes; en mi caso, a los 18 años pasé momentos surrealistas”.
¿A qué se refiere?
Me hospedé en un convento de monjas, en Kensington, y sin darme cuenta me quedé a vivir allí cuatro meses. En mi casa no son practicantes, y yo había investigado poco acerca de la fe, pero en estos últimos años me he dado cuenta de lo importante que es tener fe en la vida, en las personas…
Y luego pasó a vivir en pisos de modelos con candado en la puerta.
Sí, y en París tuve una crisis. Hacía castings para la Semana de la Moda, y no aguantaba tanta exigencia. Tienes que ser muy fuerte para no sentir que los noes que escuchas no van dirigidos a tu persona. Sufría por tanta autoexigencia. Y por el rechazo: todas queremos ser aceptadas y cuando no ocurre resulta doloroso. Me iba mal en la universidad, y en mi vida había suspendido. Y entonces me llamó mi representante y me dijo: “Oye, que yo te cogí sin experiencia pero necesito que me digas si quieres dedicarte a esto o no… porque no te curras los castings”.
Y se escapó.
Decidí regresar a Barcelona, pero mi tía me insistió. Fue entonces cuando conocí a Gilles Foreman, un profesor de actores. Con él tuve una catarsis y me di cuenta de que quería ser actriz. Dejé la moda y empecé a estudiar interpretación. Claro que me daba miedo fracasar, no ser válida. Pero enseguida me llamaron para la película El pacto. Después vino El arte de volver. La vida cambia todo el rato. Soy la eterna no graduada.
¿De qué se siente más orgullosa?
De la serie Alma, que protagonizo, y que estrenará este año Netflix. La trama es muy compleja: tuve que prepararme mucho y pasé siete meses sumergida en el proyecto. Me ha costado volver a la realidad. Parece que no sea yo…
¿Y cómo se definiría?
Soy ambiciosa, muy sensible, una persona vulnerable y fuerte a la vez. Tengo exceso de sensibilidad: por un lado vivo al máximo las cosas positivas, me lanzo a la piscina tanto si hay agua como si no. En cambio, los momentos de bajón son superdramáticos. La empatía está muy bien para trabajar pero a veces también duele, te saca energía. También soy lectora de papel, no me gustan las pantallas, incluso me impongo un horario de teléfono. ¿El amor? Ahora estoy muy bien sola, la soledad asusta un poco, pero cuando te acercas a ella y estás bien contigo misma, acabas aprendiendo a amarla.
Fotógrafo: Sergi Pons. Estilismo: Florence Reveillaud. Maquillaje: Rebeca Trillo para Givenchy. Digotech: Adrià Botella. Iluminación: Jordi Cortés. Agradecimientos: Real Club de Polo de Barcelona. Dirección creativa: Joana Bonet
Artículo publicado en Magazine Lifestyle de La Vanguardia el 20 de febrero de 2020.
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