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No mires a ninguna parte

Open Arms

Utilizamos el naufragio como metáfora porque es una palabra bella y gráfica, del mismo modo que nos gusta comparar la vida con una travesía. En nuestros raptos existenciales nos consideramos náufragos en busca de la simbólica tabla a la que agarrarnos. Pero anhelamos mucho más que un asidero: queremos que aparezca una motivación en forma de salvavidas para muscular nuestro ánimo, unos brazos que nos rescaten de nuestra deriva, pero nuestra noción de hundimiento es ociosamente burguesa.

En cambio, los náufragos en alta mar no entienden que entre la ola que los abraza y la que los sepulta solo se oiga el silencio. Cuando alguien se está ahogando, no puede hablar ni moverse a causa de la hipotermia que va agarrotando todos sus músculos. Excepto la mirada. Me lo cuenta Òscar Camps y recuerda a una mujer que tras haber permanecido milagrosamente horas en el agua, “con los ojos nos decía que salvásemos primero a su hijo; y, cuando lo hicimos, su cara era ya otra. ¡Las miradas son tan incisivas, te explican tanto!”.

La campaña de Open Arms –vale la pena recordar que su traducción es “brazos abiertos”– me llegó la víspera de Reyes, cuando comprábamos el roscón y sacábamos las mascarillas más gruesas. Ni la Navidad ni la pandemia detienen a aquellos que pretenden llegar a otra tierra en la que les aguarde una pizca de dignidad. En el vídeo se oye la voz grave y clara de Úrsula Corberó diciendo: “El Mediterráneo es la mayor fosa común del planeta. Somos personas ayudando a personas. Ayúdanos a seguir, cada vida cuenta”. Me llamó la atención la palabra personas , cuyo uso se encuentra en plena decadencia al compás del proceso de deshumanización que asimilamos como falsa manera de vivir en paz. Decimos refugiados, e imaginamos a una chusma maloliente y sospechosa. Los etiquetamos de inmigrantes ilegales cuando se trata de seres humanos en aguas internacionales con derecho a auxilio que tratan de escapar al horror en pos de una arriesgada oportunidad.

No se trata de no mirar arriba, como en la película, sino de no cerrar los ojos. “Nadie quiere mirar, porque, si lo hacen, se dan cuenta de la forma en que se vulneran los derechos de las personas migrantes”, afirma el fundador de esta oenegé que ha salvado 60.000 vidas desde que inició su labor de salvamento.

Esos puntos flotantes que a veces vemos en televisión a merced del Mare Nostrum aguardando un salvavidas son maestros, doctoras, informáticos, fontaneros. Huyen de las hambrunas, de la violencia o de los crímenes de honor. De campos de refugiados: “Son iguales que los de concentración, pero sin cámaras de gas” (Camps). Sus periplos son extenuantes, y únicamente el mar trae un horizonte. No temen al oleaje aunque no sepan nadar, porque dejan el horror en la orilla. Las mujeres sufren violencia sexual durante su éxodo, muchas quedan embarazadas, y tendrán que dar a luz en una patera. En el 2002, el psiquiatra español Joseba Achotegui, profesor de la UB, acuñó el síndrome de Ulises para referirse al estrés que acarrea esta lucha por la supervivencia y lo que supone el duelo migratorio. Se calcula que en España lo padecen un millón de personas desenraizadas, que rompen con todo apego e inician una transición cultural.

Todos reconocemos una tras otra las crisis migratorias, pero también volvemos la cabeza y preferimos permanecer ciegos, silenciosamente cómplices. Mira a los ojos del verdadero náufrago, y tal vez sientas que, por suerte, tú no lo eres pero podrías serlo. Debería bastar para despertarte.

Artículo publicado en La Vanguardia el 15 de enero de 2022.

Publicado en La Vanguardia

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