La puerta del baño de mujeres de la residencia del embajador de Francia en Madrid quedó bloqueada, pero antes se oyó un golpe seco y un tintineo: el desplomarse de un cuerpo largo y enjoyado. Sucedió a mitad de los dos mil, en unos premios de moda donde lo mejor, como casi siempre, sucedía en la trastienda. Discretamente el equipo reanimó a la rica heredera británica, además de recoger todo el contenido de su desparramado bolso, un jugoso botín de politoxicómana. Pero lo más asombroso sucedió media hora después, cuando aquella mujer regresó a su mesa y con una mirada que a todos les pareció misteriosa –pues acababa de resucitar– alzó de nuevo la copa de champán.
Me acordé de su increíble resistencia cuando vi las imágenes de Boris Johnson bailando a Lionel Richie –con pésimo estilo, aunque muy seguro de sí mismo–, y pensé en lo mal que hermanan los excesos juerguistas con las responsabilidades del poder. De sobra es conocida su fama de temerario: tras minimizar la amenaza del virus, llegó a tener que ser ingresado en una uci a causa de la covid.
Tal es su pulsión de muerte –como la de tantos otros dirigentes narcisistas parece rayar en la psicopatía– que organiza fiestas mientras sus conciudadanos se echan una mantita de cuadros en el sofá. El cuerpo le pide a Johnson otro trago y otro baile como manera de posicionarse ante su tragedia, la del mandatario extraviado que nunca ha querido corregir sus faltas y ni siquiera encajar en el ajustado traje de un premier.
De aquel alcalde de Washington D.C. que fue grabado fumando crack a las trazas de cocaína en 11 de los 12 baños del Parlamento británico o a nuestro Roldán en calzoncillos y prostitutas, a menudo nos preguntamos cómo un servidor público puede llegar a ser tan arrebatado. Desconocen aquella máxima de C.S. Lewis: “La integridad es hacer lo correcto, incluso cuando nadie está mirando”.
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