Un cuello largo y dos hombros desnudos avanzan delante de mí como si acabaran de desprenderse de una estatua. Sobre la clavícula se levanta una nube de polvo de oro, y hasta que la mujer no gira el cuello, aquellos hombros ligeramente levantados y la nuca erguida parecen tener vida propia. Pocas estampas resumen la esforzada sofisticación como una espalda escotada avanzando entre cortinas de terciopelo.
A las puertas del Teatro Real, un coro de curiosos resiste al frío: hay nostalgia de alfombra roja. Contemplan a las esfinges que, al entrar, caldean a los paparazzi, un elemento indispensable para que el sarao tenga altura. “¡Naty, mira aquí!”, “¡Greta, a tu derecha!”, les piden a la musa de Valentino y la actriz de flequillo revuelto, enfundada en un drapeado Chanel , estilo chica Gainsbourg. Agatha Ruiz de la Prada también viste de escultura, a su rollo, y escurridiza me dice “estoy buscando al embajador” sin especificar de qué país. Se trata de la puesta de largo de Vanity Fair, que distingue al personaje del año, y Raphael ha sido el elegido. Alberto Moreno, su director, saluda: “Echaba de menos este atril”. Y la añoranza reluce en sonrisas y aspavientos, a pesar de que sigan insistiendo en servir salmón como aperitivo.
Las fiestas han regresado –felizmente decrece el uso del pomposo evento –, y durante dos meses se han encadenado todo tipo de celebraciones. Las socialités, que han convertido en arte el ver y dejarse ver, se exhiben de nuevo; ahí están quienes posan con gesto estudiado, los hombres que llevan falda –cada vez más autodeterminados– y las chicas tatuadas que se arremangan el traje largo, gustosas de sentir el frou-frou al deslizarse. La música, los focos, los aplausos, y el ánimo festivo frente a un bouquet de rosas blancas predispone a los invitados a dar lo mejor de sí mismos. Las buenas parties son burbujas en las que nada malo puede acontecer. “Nunca te pierdas una fiesta… son buenas para los nervios, como el apio” recomendaba Francis Scott Fitzgerald.
El roce con los otros regresa con una fruición apasionada ante la amenaza de repunte de contagios del virus, ahora en versión ómicron, cuyo nombre nos aleja de los tubos de ensayo del laboratorio y nos acerca al alfabeto griego –¡cuánta pericia!–. Es hora de evocar aquella sentencia de Napoleón: “En la victoria mereces champán, en la derrota lo necesitas”. No sabemos todavía bien de qué lado estamos, por lo que los brindis resultan aún más necesarios cuando la fragilidad arrumba el desenfreno.
Artículo publicado en La Vanguardia el 2 de diciembre de 2021.
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