Cuando el recepcionista te entrega la llave de tu habitación sientes que todo está bajo control. No quieres perder el estímulo de la novedad que te regaló tanta dicha en la infancia. Insertas la tarjeta en la hendidura y una luz verde te convierte en propietaria efímera de aquel cuarto.
“Busquemos algo bueno, no en apariencia, sino que sea sólido, estable, y más bello en su parte más secreta”, aconsejó Séneca. Hay que saber buscar. Los primeros pasos te conducen hacia la ventana desde la que avistas la calle que se te antoja desordenada y fría frente a la quietud de tu nueva cama, con sus almohadones esmeradamente colocados. Respiras las paredes color crema. Y al escuchar las sirenas a lo lejos paladeas el confort a pesar de que el minibar esté vacío –medidas poscovid–. Hasta que empiezas a sentir un frío extranjero. Localizas el cuadro del aire en la calefacción y buscas el sol, pero la temperatura se estanca en los muy sostenibles 21 grados. Huirás de la queja y te dejarás guiar de nuevo por Séneca: “Se puede llamar feliz a quien, gracias a la razón, no teme ni desea”. Sí, sabemos que las rocas no son felices ni desdichadas, pero, con dos jerséis encima, deseas un foco de calor. Te darás una ducha y volverás a enamorarte de la vida, te dices, pero la grifería de última generación se te antoja el mando de una nave espacial. Cuando por fin te atreves a abrir la llave, la alcachofa arroja una lluvia helada sobre tu nuca y en ese mismo instante sabes que tendrás que buscar el secador con la misma ansia que el mapa del tesoro.
Ya acostada, no puedes dejar de ver una lucecita dentro del armario, ese delicioso capricho burgués. Tratar de apagarla infaustamente será tu última lucha del día, en ese cuarto vacío de tus costumbres, donde has tratado de huir de ti misma hasta que, con una ira contenida, arrancas la tarjeta de la rendija y todo se desconecta, excepto tu cerebro metido en el pin del teléfono.
Artículo publicado en La Vanguardia el 6 de diciembre de 2021.
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