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En la muerte de los otros

Eli Solitas. Unsplash

La perplejidad ante la muerte nos reseca las palabras, y solo se nos ocurren tópicos, aunque lo que sintamos no se parezca a nada. Los últimos estertores son acaso más angustiosos para quien, del lado de la vida, acompaña la respiración de un ser querido cuyo cerebro va apagándose hasta expulsar un último hilo de aire, suavísimo, igual que una mota de paz. El silencio es el único claro en el que podemos permanecer tras el im­pacto de la pérdida, además del llanto, porque quedamos devastados frente a lo absurdo de la existencia. “El hombre no sería él mismo un hombre sin la muerte, que es la que hace las grandes existencias, la que les brinda su fervor, ardor, su tono”, escribe Vladimir Jankélévitch en su clásico Pensar la muerte, donde rompe con la tradición manriquiana de entender la existencia como un río que ine­xorablemente nos lleva a morir, y por tanto no consideraba la vida humana como una línea entre dos extremos. Según el pensador, alumno de Henri Bergson, que se sirvió de clásicos y contemporáneos, de filosofía y ciencia, para reflexionar sobre la vida y la muerte, estas “no son nunca dadas juntas en una experiencia simultánea. En el nacimiento la nada está antes, mientras que en la muerte está después”.

La noticia de un fallecimiento es sin duda la más transcendental en la vida de un ser humano, no hay otra que le gane en peso. Bien lo sabe la familia cuando lo comunica al resto, el periodista cuando escribe el titular, el médico que certifica la defunción. Desde hace unos años he hecho mío aquel poema de Mario Benedetti: “Ya cuando nos casamos / los an­cianos estaban en los cincuenta / un lago era un océano / la muerte era la muerte / de los otros. / Ahora veteranos / ya le dimos al­cance a la verdad / el océano es por fin el océano / pero la muerte empieza a ser / la nuestra”.

Pienso en todos aquellos que ya no están. No volveremos a verlos, y su mudez se nos antoja al principio ridícula, después insoportable. “No existen los seres humanos fuertes”, decía el otro día Benjamín Prado, amigo de Almudena Grandes. Nos dejó helados su pérdida, huérfanos de la vehemencia con la que expresaba las cosas y proyectaba su ansia de escribir: “Es como una sed”, me confesó. En los dos últimos años se han acumulado las ausencias, y tal vez como muro ante el frío, tan solo recuerdo sus risas. Las de Luis Eduardo Aute, tan silenciosamente elegantes; las de Ivana Markovich, que se reía con todo el cuerpo y en eslavo; las de Enrique Campos, que se doblaba literalmente de risa al tiempo que aplaudía; las de Marta Garau, que vivía con la sonrisa puesta; las de José María Cámara, cuando me regalaba en El Qüenco de Pepa historias pillas de Julio Iglesias; las de Montserrat Franquesa, con quien aprendimos a reírnos como los mayores en el colegio de monjas; las de Sylvia Polakov, con su gracejo esnob y la cámara siempre al cuello.

Apenas pensamos en la muerte. Nuestras fantasías narcisistas se recrean en el funeral y en la pena de los que todavía nos quieren y nos aguantan, y poco más. Ahuyentamos la mera idea porque parece si no que invitemos a la parca a merodear a nuestro lado.

Joan Carles Trallero, en ¿Morirme yo? No, gracias (Libros de Vanguardia), afirma que pensar en ella “va ligado a pensar en nuestra vida, a conectar con aquello que de verdad nos sostiene”. Incluso cuando nuestra aflicción amenaza con abatirnos. En cambio, el miedo a la muerte responde a desperdiciar los días que nos quedan, sin escuchar su susurro interior: ¡rápido, tu vida!

Artículo publicado en La Vanguardia el 4 de diciembre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. Martín Martín

    Cada tanto, vuelve a leer este escrito tuyo. Es como “las Chismosas” de camille Claudel, petit et énorme.
    Joana, llegó un momento en mi vida que eran tantos los ausentes, que empecé a vivir con los vivos. Quedan mi viejo y mi tía, lejos como siempre, y vivo tratando de no pensar en el tic tac inexorable.

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