La manicurista no puede levantar el esmalte semipermanente de dudosa calidad que queda en mis uñas. Falta una hora para la cena, y por un momento pienso en aquel personaje de Juanjo Millás que acaba de depilarse una pierna y va a empezar con la otra cuando le dan la noticia de la muerte de su madre, por lo que acude al funeral con asimetría pilosa. La manicurista me dice que hay remedio, que las repintará con un esmalte normal para estar “presentable”. Le agradezco su flexibilidad. “Es que yo soy así y no entiendo a quienes no te lo ponen fácil. Hoy he ido a la frutería y me han dado un no por respuesta; no sé si regresaré”, dice. No especifica cuál fue el motivo de la negativa, pero ambas convenimos en que ‘no’ es una palabra que te expulsa de la realidad, o te reafirma en ella. Les ocurre a los niños entre los dos y los cuatro años, cuando apenas disponen de palabras y descubren el desespero que provoca en los padres. Ese no tan imprescindible para aprender a vivir.
La historia del mundo es un pulso constante entre el sí y el no. Así lo explican el mito bíblico de Adán y Eva, o los diez mandamientos de Moisés. Todos empiezan por no, al igual que las guerras y los expolios, las revoluciones y los divorcios, mientras los armisticios, las reformas , los pactos o las bodas nacen del sí. Sin embargo, para llegar a un sí armonioso y afinado, para salir del atrincheramiento mental, suelen haber sido necesarios varios noes abruptos, rebeldes o apagados. Nos educaron entre la complacencia y el sentido común, y con el no elegimos, e incluso despuntamos, a veces lanzado como un dado, otras como una pesada piedra al mar. Los hubo que al principio nos aliviaron, aunque luego fuesen perdiendo su vigor porque incluso los agravios van menguando en estatura si se crece bien por dentro.
Hoy vivimos una época del no que nada tiene que ver con Sartre ni con el punk. Se trata de un no antisocial, podado de empatía, egocéntrico, un no que raspa. El no de los antivacunas, que, parapetados en su soberana libertad, ponen en peligro la de todos, y que confunden ideología con responsabilidad. En su obcecación -porque no salen de su casilla pueril- abrazan teorías pseudocientíficas, ridiculizan los efectos de la vacuna y consideran que, en esta conspiración global, somos prisioneros de un sistema que nos extermina. Su no a la vacuna, o a mostrar su inexistente pasaporte Covid, representa una amenaza sorda para los más vulnerables, un no amoral.
Artículo publicado en La Vanguardia el 9 de diciembre de 2021.
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