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Del suicidio, abiertamente

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“Debemos permitir que las imágenes atroces nos per­sigan”, afirmaba Susan Sontag, que ahondó en el dolor, propio y de los otros, partiendo de una premisa: en el mundo moderno, el sufrimiento es considerado un error. Tanto es así, que incluso le negamos el saludo al mendigo con muñón con quien no queremos cruzar la mirada. Allá él con su abandono, las miserias de su cuerpo o su escaso interés en buscar protección; no seremos nosotros las almas caritativas que mejoraremos su día con un bocadillo. Op­tamos por desentendernos. Nuestra piel es demasiado fina para aguantar el dolor que algún día nos fulminará, un dolor del que no queremos saber nada porque acorrala. Si tan mal soportamos la llaga en la boca, cómo vamos a amaestrar el latido de una herida mayor, y más si es ajena.

“Las personas no se quitan la vida porque no quieran vivir, sino porque quieren dejar de sufrir”, le contaba Maite de Miguel Tarancón, de Cruz Roja, a Paola Aragón en Público. La experta desmontaba mitos, al igual que lo hace la asociación Obertament en Catalunya, a fin de no perpetuar la mirada al suelo. Tabú, estigma, vergüenza, cobardía, debilidad, locura… sin derecho a funeral y condenado al infierno. 

Así hemos tratado al suicida en nuestro mundo, además del morbo si el fallecido es un personaje conocido, o de la romantización cuando se evoca a poetas. Ocurre que si no abordamos el suicidio con fines preventivos, si no desnudamos su anatomía y no contamos con los testimonios de aquellos que lograron sobrevivir a un intento, seguiremos invisibilizando la primera causa de muerte no natural en nuestro país. Porque el suicidio, el reflexionado o el impulsivo, acaba a diario con diez vidas, pero a la vez sujeta muchas otras que no se dejaron ir porque alguien, incluso ellos mismos, fue consciente de que solo querían quitarle el sufrimiento a la vida, algo que debería constituir el primer objetivo de una sociedad madura.

Artículo publicado en La Vanguardia el 20 de diciembre de 2021.

Publicado en La Vanguardia

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