En sueños, confundo las casas en que he vivido. A veces los pasos nocturnos me llevan hasta un antiguo piso de alquiler del que conservo una llave, y, en mi rapto onírico, pruebo si todavía abre su puerta. Sin dificultad entro en la vivienda, que todavía contiene algunos muebles míos, e incluso unos labios de metal rojo con un agujerito para clavar una barra de incienso. A pesar de la vaguedad del espacio, los detalles emergen con claridad. Pero la casa no tiene bombillas. Me digo: “Bueno, solo estaremos aquí durante unos meses… hasta que encontremos otro lugar”, aunque la parte más angustiosa del sueño consiste precisamente en simular que no vivimos allí. En la pesadilla me debato entre la estupidez de mi acto y la búsqueda de una salida airosa.
Otra de mis casas soñadas es rural y emana un aroma a mandil encebollado y residuos de aceite. Tiene una mesa de comedor con mantel de hule y cuartos pequeños con edredones de color ala de mosca; una especie de laberinto conduce a sucesivas estancias igual de lúgubres y ajenas, hasta que, al fondo, veo una habitación luminosa y pienso que no todo está perdido: allí podré sobrevivir sin morirme de tristeza pues la blancura lo redime todo.
Walter Benjamin soñó que iba con sus padres a visitar a la abuela, y en el pasillo de la casa se topaba con una serie de camas de niño con bebés vestidos de adulto sentados en ellas. “No me quedó más remedio que suponer que eran de la familia”, escribe. En su libro Sueños (Abada Editores), una maravillosa recopilación de algunos de los suyos, define así la textura del sueño: “El tedio es un paño gris, caliente y forrado por dentro con la seda más ardiente y colorida. En ese paño nos envolvemos al soñar: en los arabescos de su forro nos encontramos entonces como en casa”.
Freud afirmaba que todo sueño satisface un deseo, y acaso lo de soñar casas dentro de la casa que es el sueño trata de complacer un temor antiguo, el de hallar un lugar para vivir, justo cuando el mundo acelera sus motores prepandémicos. Más atascos y colapsos. Contenedores varados en un tránsito infinito. Gastar, viajar, regresar a la vieja idea de felicidad, que no de normalidad. Palpita una nostalgia de aquel mundo a medio gas de hace un año, que se solapa con la alegría del reencuentro; una sensación happysad, como dirían los anglosajones, justo cuando nos volvemos a ahogar en la maraña de urgencias que nos impide soñar en grande. A ver si Morfeo me lleva esta noche hasta una villa en la Toscana.
Artículo publicado en La Vanguardia el 3 de noviembre de 2021.
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