De nuevo tumbamos a la prostitución en el diván para buscarle una salida definitiva cuando la única posible –al igual que la esclavitud– es su abolición. Por desgracia, el debate regresa cada cuatro temporadas –como los pantalones de campana– para luego devolverlo al sótano o al burdel o al parque o al arcén, donde mandan los proxenetas, que tienen las ideas más claras que la mayoría de la clase política. Ni legal ni ilegal, en el limbo, condenada a la indignidad y el desamparo, a la violencia y explotación. ¿Una profesión? ¿Quién desea que su hija sea puta? Pero en el disco duro común permanecen sintagmas escalofriantes: “Mujeres de vida alegre”. Recuerdo cómo me impresionó el relato de una exprostituta de Sevilla al confesarme que nunca dormía seguido. Para ella no existía la fase REM, ejercía a demanda, siempre dispuesta, siempre obligada, con el rímel corrido y una tristeza mecánica.
Porque en el acto de posesión de una mujer a la que no se seduce sino que se compra anida una violencia pasiva: “Ahora me perteneces y puedo disponer de ti como quiera”. El grueso de mujeres que venden su cuerpo son prisioneras. Secuestros y violencia, drogas para aguantar, deudas eternas… Y los dividendos de las mafias vuelan al paraíso fiscal gracias a sus cuerpos entumecidos.
Los políticos españoles no se aclaran. Tienen ante sí dos modelos: el alemán, que legaliza la prostitución y pone una pulsera al cliente para que, en el lupanar, deglute frankfurt con teta –y de paso aumente la trata–, y el escandinavo, abolicionista, que penaliza al cliente y reduce el tráfico de mujeres en situación de prostitución. Mientras aquí se sigue debatiendo, esas vidas que tan peligrosamente han romantizado el cine y la literatura están descosidas de derechos y sobrecargadas de desprecios. Pero, sobre todo, quedan a merced de un repulsivo escepticismo que pospone una y otra vez su libertad.
Artículo publicado en La Vanguardia el 1 de noviembre de 2021.
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