Somos mansos, aunque en nuestra identidad secreta nos creamos indómitos. A veces, para demostrar nuestra personalidad, nos enfrentamos al aire de los tiempos negándonos a participar de los hábitos que nos imponen. Yo misma encontraba ridículos los emojis –una dimisión de la palabra, pensaba–, que incidían en la infantilización de nuestras sociedades. Hasta que un hombre inteligente, Ignacio Vidal-Folch, me dejó caer que tal vez aquellos que despreciaban a la familia de dibujines amarillos no fueran tan buenas personas como creían. Doblé mi arrogancia frente a su sentencia, rendida ante la voluntad de buen rollo global, y corrí a poner corazones palpitantes atemperando mi sentimiento de tránsfuga.
Hoy, en un extremo tenemos a quienes recuperan el torno para hacer cerámica y bordan a mano, mientras, en el otro, se reparten compras de supermercados fantasma a domicilio en apenas diez minutos, gracias a unos empleados que corren igual que en un videojuego para llevarte el pedido antes de que terminen los anuncios. La conciencia sostenible nos apremia y elogiamos el comercio de proximidad, pero la inmediatez ha terminado por convertirse en mandato universal. Basta con deslizar la yema del dedo sobre la pantalla para sentir que todo está al alcance de la mano en un pispás.
El reinado de Bezos finiquita el callejeo moroso en busca de una mercería porque lo macro traga lo micro. En cambio, a estos amos del nuevo mundo les gustan las cosas gratis. Este verano me propusieron escribir un capítulo para un libro solidario, con el fin de celebrar el décimo aniversario de Amazon España. La palabra solidario , en este caso, implicaba cooperación, entrega y tiempo sin coste, a cambio de un rinconcito estampado con su nombre. Y así, la buena imagen, el prestigio y los aplausos quedan en su casa virtual, mientras que las nuestras se van llenando de mansas cajas de cartón vaciadas de deseo.
Artículo publicado en La Vanguardia el 11 de noviembre de 2021.
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