Las rastas abandonan el Congreso todavía con mayor escándalo que al irrumpir en el hemiciclo, entre la posible prevaricación y una más que probable interpretación injusta de la ley. Y por escándalo me refiero a aquellas muecas de asco de los diputados de mocasín con borlas y de las diputadas con pashmina que abundaban en la aprensión que aún producen algunos símbolos de la contracultura (aunque los parásitos busquen siempre el pelazo y no las trencitas enredadas).
Mucho han durado en las bancadas del Parlamento esos dreadlocks, seña de identidad de los rastafaris, que traían el eco de aquella Redemption song de Bob Marley: “¿Me ayudarás a cantar estas canciones de libertad? Porque son lo único que he tenido en mi vida”. Con rastas, la patada a un policía se perpetúa: esta ocurrió hace siete años, cuando el señor Rodríguez defendía a los desahuciados. Pero el tabú de la transgresión sigue prendiendo en el imaginario colectivo, incluso entre la judicatura. Muchos de aquellos peluts que llegaron a la Eivissa de los sesenta son hoy respetados hombres de formidables negocios, mientras las rastas triunfan en la moda y el deporte de élite como pequeñas victorias frente a la homologación de los cánones. Ya saben, una belleza occidental, blanca y hetero.
No obstante, el marco estético de lo permisible que sigue constriñendo a los hombres de izquierdas con camiseta y piercings es tan perverso como el que juzga a las mujeres de izquierdas por llevar un bolso de marca –por mucho que sea más sostenible que veinte de producción poco ética–.
Nunca debería haber molestado un bolso bien fabricado y pagado con los ahorrillos propios; sin embargo, es curioso que al confirmarse que su propietaria era Carmen Calvo se zanjara el berrinche. El objeto de lujo ejerció de parapeto en una metáfora de un callado pero explosivo debate: el conflicto identitario que distancia a las izquierdas, la popular y la distinguida, la activista queer frente a la gauche caviar que desfila ante puertas giratorias de las eléctricas.
Sánchez y Calviño no quieren derogar lo que constriñe, sino que quieren conservarlo y modernizarlo, según palabras presidenciales. Pero ¿qué entendemos por modernidad? Según Baudelaire, uno de sus padres, es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, e implica una ruptura radical con el pasado, una verdadera obsesión por lo nunca visto. Hoy, ebrios de transformación, será difícil encajar una reforma laboral que no sea más que un clásico renovado mientras sigan sonando los cantos de redención.
Artículo publicado en La Vanguardia el 27 de octubre de 2021.
Me ha encantado. Es un gran placer leerte
Lo de las muecas es…..