Ava Gardner, Audrey Hepburn, Giulietta Masina, Sophia Loren o Ángela Molina recogieron la Concha de Oro de San Sebastián tras escarbar en la condición humana, habitando sus personajes con poder, temblor y pestañas postizas. Mujeres que empujaron por reescribir un guion universal que entonces cumplía con los roles y las curvas de la feminidad canónica.
En la próxima edición del festival, que se abrirá el próximo viernes, Ava y Audrey lo hubieran tenido más difícil; a pesar de que a ellas nos les hicieran falta premios, hoy un requisito indispensable para proyectarse hacia el estrellato. “¡Abajo la tradición!”, han proclamado sus organizadores, que, siguiendo la estela de la Berlinale, han eliminado las categorías de género: mejor actriz y mejor actor. “Hay buenas y malas interpretaciones”, afirma su dirección, que hace suya la justificación alemana: “Una toma de conciencia más igualitaria de los géneros en la industria del cine”. En el sector, aseguran que cuesta mucho crear un star system y con esta medida, que homogeneiza los méritos de ambos sexos, se corta por la mitad. Añaden que si prospera a escala global habrá menos oportunidades de sacar a la luz nombres que sin premios difícilmente prosperarían.
Cabe preguntarse si existe relación entre la aprobación de la ley trans y el cambio de mentalidad que ha galopado desde las cátedras de género hasta las calles con el hecho de fulminar los galardones al mejor intérprete masculino y femenino, habite el cuerpo que sea. Aunque de poco sirve rizar la forma cuando el fondo contable todavía golpea en la nuca a la utopía. Porque las profesionales del cine siguen ninguneadas: el año pasado, directoras, actrices, guionistas o directoras artísticas, según cifras de CIMA, representaron solo el 33% de la industria, y con salarios inferiores a ellos. Por ello, conviene ampliar las políticas de igualdad como herramienta equilibradora, y también dar cabida a disidentes de género, que solo abordan guiones sobre la problemática de ser trans.
Me sorprende que afrontemos con temor las infinitas formas que hay de ser mujer y ser hombre. Todos anhelamos alcanzar, más allá de cualquier etiqueta, la categoría universal de personas. Escalar la grandeza del ser humano y sentir las suaves ondulaciones del existir, sin yugo alguno –clase, edad, color, etcétera–, ni siquiera el de la identidad genérica. Pero hasta que no se alcance la igualdad real, bien aplaudidos sean todos los galardones que se merecen ellas, ya sean cis o trans, por encarnar un yo femenino y diverso.
Artículo publicado en La Vanguardia el 15 de septiembre de 2021.
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