En los 80, cuando el centro del mundo era yuppielandia, se expandió el denominado management de la excelencia, y lo hizo acompañado de una frase demoledora que a los grandes jefes les agradaba repetir a sus empleados: “Nadie es imprescindible”. El empequeñecimiento del valor que aportaban y la idea de ser piezas sustituibles trataban de justificar un compromiso unilateral: el empleado se entregaba en cuerpo y alma, corazón y cerebro, mientras los directivos jugaban al pádel y hacían aviones de papel con sus bonus anuales. Esa lógica ha permanecido, radicalizada. Siempre me repugnó aquella manera de borrar a la persona, el “¿qué más da uno que otro?”, así como la cínica desmemoria de resumir años de lealtad y esfuerzo con una impertinente palmadita en la espalda.
No será el caso de Angela Merkel, una política que ha reunido dos valores indispensables: capacidad de gestión y liderazgo. La primera virtud es más común, pero pocas veces coincide con la segunda, sumando a la ecuación visión y compromiso. Cuánta decencia ha acompañado los pasos de esta política de centroderecha que convence a los de izquierdas, capaz de descerrajar fronteras ideológicas y geográficas, como demostró con su apoyo a los refugiados sirios, liderando la solidaridad en Europa. Y que ha gobernado durante 16 años, a lo largo de los cuales ha sido a menudo subestimada. “La aridez de Angela Merkel será estudiada como la otra cara de la moneda frente a los líderes mercuriales y testosterónicos que aspiran a dominar el mundo”, escribe Ana Carbajosa en Angela Merkel, crónica de una era (Península). Porque si hay una característica que la hace diferente de todos es la ausencia de ego. En lugar de surcar aguas paradisiacas con plumas de colores, dedica su tiempo libre a cultivar patatas. Ha remodelado Europa cual alfarera, con paciencia, generosidad, rigor y silencio; y por ello su huella permanecerá como solo ocurre con los grandes.
Artículo publicado en La Vanguardia el 13 de septiembre de 2021.
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