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La queja y el saco roto

La filósofa Simone Weil.

El mundo parece una oficina de reclamaciones colapsada. En cualquier rincón, por alejado y pacífico que parezca, habita un malestar. Pequeñas desesperaciones que engordan con su lamento. La oposición se lamenta de las acciones del Gobierno, sean cuales sean; los trabajadores se quejan ante sus jefes; hijos, madres y padres se quejan los unos de los otros, algunos por vicio, otros con desesperación. La queja no te deja tranquilo, siempre hay un motivo: que el vino blanco esté caliente, que el taxista equivoque la ruta y nos robe diez minutos de nuestra vida; que debamos operar digitalmente –cita previa mediante– con la administración porque ya no hay nadie al otro lado del teléfono.

O que, con la quinta ola, tengamos que volver a encerrarnos en casa a las diez en plena noche de verano; que nuestros hijos empiecen a contagiarse, atemorizados al dar positivo pues veían el virus tan lejano a ellos como la muerte, algo que solo les sucede a los otros.

Hoy nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás

Las quejas tienen categoría. Las hay de todo a cien y de alta costura. Unas se sobreactúan, mientras que otras se silencian. Grandes pensadores de la talla de Kant o Nietzsche –un verdadero quejica– alertaron de la infertilidad del lamento y las lágrimas, que continúan siendo noticia cuando asoman públicamente. La razón debería controlar aquella emoción, reducirla y disiparla. Restañar la herida en lugar de respirar por ella. En más de una ocasión, cuando he estado a punto de quejarme a las altas instancias, algún colega masculino cargado de buenísima intención me ha di­suadido: “Déjalo estar, no merece la pena: quedará en nada”. Pero la ofensa acallada acaba generando desprecio, e incluso inquina.

Simone Weil concebía la queja “como algo hermoso, incluso sagrado”, según cuenta la investigadora Deborah Casewell, codirectora del Simone Weil Network. Y resume su pensamiento, tan vigente: “Siempre que una persona llora por dentro –“¿Por qué me lastiman?”–, le están haciendo daño. A menudo se equivoca al tratar de definir el agravio, por qué y quién se lo inflige. Pero el grito en sí es infalible”. Weil, junto a Spinoza, Leibniz, Descartes, Olympe de Gouges, Tomás Moro, Voltaire o Émilie du Châtelet forman parte del interesantísimo libro de Víctor Gómez Pin El honor de los filósofos (Acantilado). La pensadora murió con apenas 34 años, y todos sus libros se publicaron póstumamente. T.S. Eliot y Albert Camus, que la distinguió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”, alabaron su lucidez y honestidad intelectual. Hoy se la recuerda por haber indagado las tonalidades del dolor. Supo discernir entre sufrimiento ordinario y aflicción, un sentimiento que acaba convirtiéndose en una pregunta interior: ¿por qué me pasa esto?

Weil, que se había conmovido hasta el llanto ante las hambrunas en China, le espetó en una ocasión a Simone de Beauvoir, defensora a capa y espada de la revolución: “¡Cómo se nota que nunca has pasado hambre!”. Para ella, la ética implica una actitud de atención, de compasión y amor hacia el otro. Y afirmaba que, si bien no tenemos la capacidad de crear un mundo mejor, sí debemos conducirnos en esa dirección.

En la actual saturación de quejas –y de señalamientos en busca de chivos expiatorios, malignos conspiradores culpables de las calamidades que padece la humanidad–, nadie escucha ni se detiene ante la aflicción de los demás, demasiado acuciados como estamos por imponer nuestros puntos de vista, reglas y procedimientos. Un gigantesco dique del que cuelga un cartel: “No se atiende a razones”.

Artículo publicado en La Vanguardia del 24 de julio de 2021.

Publicado en La Vanguardia

Un comentario

  1. Maria Maria

    Buenísima reflexión

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