En el fondo del mar encontraron el cuerpo de Olivia, y nadie sabrá si esa niña en edad de recoger conchas y levantar castillos de arena pensó que las maniobras de su padre se trataban de un juego o si sintió un miedo sin nombre a una edad en la que los cuentos siempre salvan de la muerte a los niños buenos.
A mil metros de profundidad, amarrada al ancla del barco del padre, quedó sumergida la bolsa de lona que contenía su cuerpo. Apareció 44 días después de no regresar a casa, junto a su hermana Anna, un bebé de un año a quien siguen buscando. Hace una semana, en esta misma tribuna, alertaba del adelgazamiento de las noticias sobre violencia de género, expulsadas de las portadas e insertadas a menudo en la casilla de sucesos. Esta no ha tardado en regresar –a cuatro columnas, y en algunos digitales a cinco–, porque las mejores noticias siempre tratan de los peores hechos. Como acabar con la vida que uno mismo ha engendrado para aniquilar a la víctima final: la mujer que les dijo no.
En televisión hemos visto vídeos de las dos niñas; la madre ansiaba que alguien las reconociera y llamara. Tumbadas en una cuna, la mayor acariciando con las yemas de los dedos a la pequeña, transmitían ese embelesamiento que solo anida en la pureza. Al tiempo, escuchábamos la voz de la madre, agarrada al clavo ardiendo de la esperanza. Animaba a pensar en positivo y creer que estaban vivas, a reducir la tragedia a una broma intimidadora broma de su ex, un hombre caprichoso y con aires de grandeza.
Entre el 2015 y el 2019 –no hay datos oficiales desde que comenzó la pandemia– se contabilizaron 601.416 casos de violencia contra la mujer en España, y más de la mitad de las víctimas nunca habían denunciado a sus agresores. Calculen el número de torturadores de mujeres, criminales movidos por una maldad consciente, que campan a sus anchas porque, igual que no existe un perfil válido de la víctima, tampoco lo hay del maltratador, integrado en la sociedad, camuflado con el traje del buen vecino.
Con sus víctimas suelen ser muy distintos: egocéntricos, controladores, posesivos y celosos, maniqueos, rumiantes, manipuladores, agresivos y crueles hasta el sadismo. Quieren poseer, marcar, corregir, castigar y destruir a las mujeres por el mero hecho de serlo. Su indefensión aprendida deriva del verdadero detonante del dominio machista: la maldad que se macera en la todavía vigente cultura del patriarcado, la misma que ovaciona a acosadores probados como Plácido Domingo. O que abona la confusión entre violencia doméstica y de género, e incide una y otra vez en la revictimización de quien no tiene culpa alguna. Junto a estos dos factores esenciales del problema, reside la violencia vicaria, ejercida sobre quienes pariste, el ombligo aún tierno, lo más memorable de tu existencia, el aire que respiras: tus hijos.
Para comprenderla hay que diseccionar el mal, una consciente y voluntaria actitud humana. La de quienes deciden someter, atormentar y asesinar a diario a mujeres –y a sus hijos como castigo– que tratan de escapar a su señorío. Y que pervierten nuestra sociedad.
Porque, como señala el filósofo alemán Rüdiger Safranski en su ensayo El mal o el drama de la libertad (Tusquets), es “algo que sale al paso de la conciencia libre y que ella puede realizar. Le sale al paso en la naturaleza, allí donde esta se cierra a la exigencia de sentido, en el caos, en la contingencia, en la entropía, en el devorar y ser devorado, en el vacío exterior, en el espacio cósmico, al igual que en la propia mismidad, en el agujero negro de la existencia. Y la conciencia puede elegir la crueldad, la destrucción por mor de ella misma. Los fundamentos para ello son el abismo que se abre en el hombre”. Y ese abismo, por muy tenebroso y repulsivo que sea, nunca debe alejarnos de las víctimas, ni de las supervivientes.
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