El destete es la primera lucha que emprende el ser humano contra el apego al placer. El acto reflejo de succión encuentra consuelo en el chupete, e incluso en el dedo pulgar. No recordamos el dolor que nos produjo la desconexión con el pezón, por eso palidecemos ante esas sesiones de hipnosis regresiva en que un hombre corpulento gimotea como un bebé arrancado del regazo. En algunas culturas hay madres que se untan el pecho con aloe vera para que le resulte desagradable al bebé, y otros le sobornan con golosinas. Modos de disuadir, o sustituir, una pauta que se impondrá y marcará el ritmo de nuestro pulso con la vida.
El azúcar de colores será el primer cebo. Calmará la frustración y el tedio de la chiquillada. A pesar de las recomendaciones de los pediatras, será casi imposible sustituir las chuches por fruta, o el glutamato por verduras. Después vendrán las bebidas energéticas, que hoy consumen escolares de 12 años. Llevan leyendas en tipografía manuscrita: “Hay gente que no se conforma con nada. En cuanto consigue lo que pensaba que quería, siempre querrá más”. Esa bebida que les anima a ser invencibles contiene tanta cafeína como todos los anuncios de George Clooney juntos, y súmale la taurina, el ginseng, la caritina y los edulcorantes. La venden en supermercados, junto a las bolsas de gusanitos, el avituallamiento que los acompaña durante horas de videojuegos y YouTube.
Nuestra sociedad fomenta la adicción bajo una falsa capa de rebeldía. Ansiamos dar con un refugio de todo lo que escapa a nuestro control para reforzar una ilusión de bienestar. Algunos lo buscan en una onza de chocolate negro, otros en el juego online. Hay adicciones más tristes que otras, como la telebasura o el porno; temerarias, como la velocidad o las drogas; aparentemente dóciles, como ponerse muy moreno o tomar un diazepam, y ejemplares, como la de esos runners que se levantan para correr a las seis. En cambio, la defensa del placer se ha quedado huérfana, rociada del puritanismo que señala Pinker en La tabla rasa , citando a H.L. Mencken: “El miedo inquietante de que alguien, en algún lugar, pueda ser feliz”. Incluso sin azúcar.
Imagen por Fredrik Ivansson en Unsplash
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