No lo han dudado. Han negociado con los dueños de la casa rural que suelen alquilar los veranos, y se han mudado allí a pasar el invierno contemplando amaneceres con escarcha y zorros que platean el monte. “Las niñas van al colegio a caballo”, me cuenta mi amiga, que aguantará con su marido y sus dos hijas hasta la primavera en una aldea abulense sin hacer colas enmascarilladas, aunque tampoco se paseará bajo la luz de las farolas. Dos escritores teletrabajando: seis meses en una casona, forrados de libros. Las niñas sentadas en un pupitre de la escuela rural, los sábados corretean entre gallinas. Se trata de una escena bucólica en la que carecen de importancia las goteras o la impotencia de Amazon.
Difícilmente el mundo precovid hubiera aceptado el nuevo contrato en remoto que se ha impuesto, por el cual han empezado a renacer algunos pueblos golpeados por la falta de empleo de calidad, razonablemente remunerado y estable. Las normas que parecían sostener la estructura de las relaciones laborales se han flexibilizado, y acaso el mayor inconveniente sea el social: equipos sin contornos, sin roce ni perfume, envasados al vacío.
Lo rural se ha ido proyectando como un espacio pintoresco para los urbanitas. Un poco de antropología y otro tanto de paisajismo, una práctica accesible para doparse de neorruralismo chic. Pero la realidad es que los pueblos se empequeñecieron todavía más porque el modelo de vida que ofrecían había acabado por alejarse demasiado del ideal. La desconexión con las ciudades se había convertido en traumática: ahí estaba su gran anuncio de una vida con escaparates y avenidas con setos, de trabajos interesantes y centros de formación solventes, clubs, tascas y robots aspiradores Roomba, mercados capaces de proveerte de fresas durante todo el año aunque los tomates sepan a poliespán. Por ello muchas zonas rurales fueron perdiendo su dibujo al carbón y se ajaron, ante el peligro de convertirse en no lugares, una especie de pueblos dormitorio donde sus habitantes –sobre todo los jóvenes– adoptaban una posición más nihilista que en las áreas de extrarradio.
Algunos ayuntamientos creativos han empezado a promocionar a través de las redes campañas de repoblación, eso sí, sin autocares de solteras ni sorteos de jamones. Se trata de una invitación a un éxodo en sentido contrario. Porque, de repente, el tan humano soñar a lo grande se ha visto sacudido por lo imprevisto, instaurando una nueva humildad desde la que resurge el pueblo como un lugar donde respirar.
La Vanguardia, 13 de Enero 2021
Imagen por Angel Santos en Unsplash
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