Esta mañana se ha cancelado mi paisaje cotidiano. Dos grúas y seis operarios apenas han tardado dos horas en sacar de raíz el plátano de sombra. El séptimo hombre, que no participaba en el arboricidio, se fumaba un cigarro con una calma insoportable. El árbol ha caído con estilo, como el lánguido desmayo de una dama de alta sociedad en unas escaleras; su follaje ha amortiguado el golpe mientras la tierra se abría a sus pies. Más de veinte años de crecimiento fulminados. Ahora miro por la ventana y siento el eco de la nada. Esa desnudez. Ya no podré contemplar el baile de sus ramas. Algunas noches de verano me dejaba hipnotizar por las figuras que surgían con la brisa: una pareja besándose, un cardenal, una larga melena… como hago en las obras de Cy Twombly o Joan Hernández Pijuan, que, en un gesto de ilusionismo, esconden figuras y escenas entre sus pinceladas abstractas.
He contemplado cómo arrancaban sus raíces y las hojas amarillas se esparcían, no a modo de alfombra, sino de vómito. Había que ir a pedir vanas explicaciones. “Señora, por favor, no pase, que se le puede caer encima”, me han gritado los obreros, contrariados ante la presencia de una vecina excitada que se mete en asuntos de árboles derribados en una propiedad privada. La emocionalidad nos pierde; sin embargo, no queremos renunciar a ella. Esos sorbos de pena e indignación que nos queman la garganta y solo nos perjudican a nosotros mismos. Si mataran a un gato, ya verían, pero los árboles no tienen derechos, y, a no ser que seas Tita Cervera y te amarres a ellos en una genial perfomance reivindicativa, siempre perderás.
Este ha sido un año de demolición. Hemos visto cómo el mundo se tambaleaba y la vida se torcía. La muerte nos ha ceñido su mano a la cintura. Hemos enterrado a amigos y familiares. Y lo que parecía invariable –proyectos, negocios, relaciones, formas de vida– se ha demostrado cambiante. Nos hemos aislado, y hemos dejado de ver a los nuestros; nos hemos enganchado más al teléfono, nos ha costado levantarnos de la cama y hemos aguantado el hablar trastabillado de nuestros dirigentes, a quienes la nave se les hacía ingobernable. “La ciudadanía ejemplar”, dicen. A veces confundimos resignación con tristeza, pero, si te auscultas, sabrás que suelen ir juntas. La obligada renuncia a nuestros deseos, como dejar de ver al plátano frente a mi ventana, es una forma más de evaluar nuestra insignificancia. Aun así, seguiremos braceando, inútil y conmovedoramente, buscando un nuevo rincón de paisaje.
La Vanguardia, 16 de Diciembre 2020
Imagen por sara moreno en Unsplash
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