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“No puedo hacer nada”

Cuántas veces hemos oído esta frase de un administrativo al otro lado de la ventanilla deseoso de librarse de ti? Has repetido diez veces lo mismo, primero con una sonrisa, luego mostrando las pruebas que crees que te dan la razón, pero las palabras se deshacen en la boca, torpes y vencidas. Dependiendo del grado de desesperación, te enfadas, o le hablas medio mal a la funcionaria rígida. Para calmar la febril impotencia te dices que cada uno tiene lo que merece y que esta mujer está ahí, revisando expedientes, ocho horas al día. ¿Cómo vas a pensar en su dolor de pies?

Puede que hayas aguardado durante meses la cita con la Seguridad Social para que al fin te digan que allí no harán nada por ti, que no te corresponde el subsidio. O tal vez formes parte del colectivo que no ha cobrado su ERTE, y sigas asombrándote de la banalidad de las promesas políticas. En un mostrador de aeropuerto te habrán dicho que no pueden hacer “nada de nada” para que cojas el siguiente vuelo, y pensarás que es un día de mierda, sintiéndote igual que un jarrón nuevo hecho pedazos. También es probable que después de treinta minutos de hilo musical diabólico hayas oído la voz de la teleoperadora del seguro del hogar insistiendo: “Lo siento, no puedo hacer nada”. En cierta manera, es un desahucio. Así lo sientes, hurgando en la falta de ambición del empleado de turno, que lejos de guiarte por la frondosa senda burocrática, dice: “Siguiente”. Y dejas de ver esa sombra de esperanza que suele caminar a tu lado. La farragosa burocracia, opaca y amparada en una colección de rancios tics, parece concebida para disuadir al demandante. Los “errores del sistema” se han convertido en una navaja multiusos que vale para todo.

Hace demasiados años, veinteañera y aprendiz, me habían concedido lo que entonces pensaba que sería la entrevista de mi vida y debía coger un avión a Madrid. Llegué resoplando al aeropuerto. El vuelo estaba cerrado. Fui hasta el embarque; el avión todavía pastaba en la pista. La azafata, por supuesto, me dijo que no podía hacer nada por mí. Y entonces, entre el temblor y la lucha, busqué las palabras: “Seguro que si fuera un ministro, o alguien importante, me dejaría pasar, pero solo soy una periodista desafortunada”. Y la mujer cogió la tarjeta magnética y abrió la puerta.

Al cabo de tiempo, y a menudo desprovista de aquella baraka, debo admitir que me ha costado mucho resignarme al “no puedo hacer nada”. Porque cuando nosotros se lo decimos a alguien, casi siempre con la boca pequeña, sabemos que no es verdad.

La Vanguardia, 9 de Diciembre 2020

Imagen por Carolina Heza en Unsplash

Publicado en Artículos La Vanguardia

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