“Estoy muerta de cansancio”, aprendimos a decir sin pestañear, como si la fatiga nos barriera, hechos picadillo, desprovistos hasta de tono vital. Más allá de la propia muerte, en la vida morimos bastantes veces. De risa, de miedo, de amor, de sueño. Exagerados y dramáticos, aludimos en sentido figurado a la hora final para describir la intensidad de nuestras emociones. No juramos, como hacían nuestros antepasados, que nos fallan las fuerzas, pues el nuestro no es un cansancio de manos y pies callosos y riñones deshechos, de trabajos de pico y pala, sino una fatiga contemporánea, ese cansarse del propio cansancio, una especie de desencanto al admitir que la vida se ha convertido en un trabajo en sí misma. Recuerdo el verbo más repetido que oía en La Habana: resolver . La gente se pasaba el día resolviendo. Ya se tratase de encontrar una bujía para el coche, un recambio para la lavadora o un permiso para poder comprar en los economatos. El día se desmayaba por completo mientras solucionaban la forma de organizarse durante los apagones eléctricos, el racionamiento y la obsolescencia no solo de los motores del sistema, sino del propio sistema.
Ese vivir resolviendo, buscando –o abriendo– caminos que permitan bordear la fina línea de la precariedad, tan propio de regímenes autoritarios y estados fallidos, es un modo de alienación que fuerza a la violencia. Peter Handke en su Ensayo sobre el cansancio (Alianza) reflexionaba sobre el tedio de la soledad: “O bien la violencia ocurría de un modo oculto, matando una mosca, como de paso, deshojando una flor, como si uno no se diera cuenta. Ocurría también que uno se hacía daño a sí mismo, una mordiéndose las yemas de los dedos, el otro tocando una llama…”.
En una ocasión la princesa Beatriz de Orleans, cuando aún ejercía de cicerone de Dior en España, me riñó. La noche se alargaba, yo había cumplido con el paripé y el paripá, y le dije que estaba agotada, que me disculpara. “¿Cómo que estás agotada? Esto nunca se dice, ¡qué vulgaridad! Da otra excusa, pero nunca muestres esa debilidad”, me advirtió la infatigable e irónica aristócrata. Entonces partíamos del axioma de que lo contrario a cansancio era diversión y poderío. Los hombres y mujeres cansados traicionaban el ideal del emprendedor ingenioso y ocurrente, hábil e hiperactivo, “incombustible”, decíamos. Hasta que nos quemamos. Un editor de prensa me comentó una vez lo desagradables que le parecían las informaciones sobre el agotamiento de las mujeres. “Precisamente, ellas no quieren que les recuerdes su cansancio, sino que desean olvidarlo”. Y, en cambio, qué bien funciona la publicidad de remedios contra la fatiga, pensé yo. Desde las medias y zapatos descanso –para pies y piernas reventados– hasta los complejos vitamínicos, las infusiones estimulantes o las bebidas energéticas para resucitar el ánimo.
Hoy, la palabra armonización se ha instalado en el lenguaje del poder. Algo que tiene que ver con su sentido literal, que viene de la diosa griega dotada del poder de controlar equilibrio y concordia. Para garantizar la paz social tiene que haber una repartición lo más ecuánime posible de los dineros y oportunidades, y, como no puede hacerse por imperativo legal, se le pide que al menos no desafine, que mantenga cierta melodía. Porque los ciudadanos están cansados de sus dirigentes de la misma forma que los empleados están hartos de sus jefes, o los maestros de sus alumnos y viceversa; tantas parejas exhaustas de serlo, esos amigos que se hacen pesados, las rutinas que nos agotan, el tiempo de esperas, los días de lluvia encadenada, pero también de sol abrasador… todo termina cansando. La sociedad del rendimiento es la misma que produce seres frustrados y deprimidos, la misma que invita a que florezca su reverso: una sociedad del cansancio abatida por el dictado neoliberal de que el horno de la economía de mercado acaba quemándolo todo. Al viejo cansancio de la vida entendida como un arduo trabajo, le sumamos el desfondamiento de diez meses de convivencia con la pandemia. La gente se muestra superada por las cifras, los rebrotes y las mutaciones, las cambiantes medidas sanitarias y la bronca política que las acompaña.
A pesar del mareo, es innegable que nos encontramos en medio de una profunda e imperiosa transformación de nuestro agónico modelo económico, cuyo trasfondo es el agotamiento de los recursos naturales. Vivimos una creciente precarización del trabajo, debida en buena parte a la imposición de la economía digital de las grandes plataformas, de Amazon y Google a Netflix e Instagram. El gigante vale-para-todo de Jeff Bezos, por ejemplo, ganó 12.054 millones de euros el año pasado, y a lo largo del 2020 hasta septiembre, el 69% más. La transición digital ya no suena a futuro, sino a propósito global de Año Nuevo. Y mientras el mundo se contagia una y otra vez, con poca vida más allá de las pantallas, el cansancio anímico revolotea por encima de nuestra sombra, que asiste a una película de cine mudo, rumiando el modo de proyectarse hacia delante.
La Vanguardia, 28 de Diciembre 2020
Imagen por engin akyurt en Unsplash
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