A punto de estrenar ‘Nieva en Benidorm’, un filme sobre segundas oportunidades, la cineasta Isabel Coixet se refugia en Montolieu, un pequeño pueblo francés con 18 librerías, junto a su pareja, el activista en derechos humanos Reed Brody. Viajo hasta allí para contar una historia de amor tejida con misterio y gatos.
Isabel Coixet (Barcelona, 60 años) le tiene miedo al oculista. Cuando ve anuncios de cruceros, siente felicidad por no embarcarse en ninguno. No soporta la ratafía (un digestivo), los patinetes eléctricos, las peleas del feminismo, los hoteles donde se celebran congresos y se colapsan los ascensores, ni al president de la Generalitat, Quim Torra, y sus apóstatas. “¿Dónde te gustaría estar?”, le preguntan en el prólogo de su último libro, No te va a querer todo el mundo (Malpaso), y responde: “En una carretera de Francia con árboles a los lados”.
El avión aterriza en Toulouse. Emprendo la ruta en coche, y, después de hora y media saludando a pinos, robles y cipreses de los arcenes occitanos, atisbo las Montagnes Noires y el valle donde se asienta Montolieu, un pueblo de 800 habitantes y 18 librerías, el refugio secreto de Coixet y su pareja, Reed Brody. El taxista intenta conectar el datáfono sin éxito. En la calle veo una tienda de vinos carísimos, un acordeonista en un balcón entonando Bella Ciao y un garaje con un Chevrolet antiguo y un maniquí —¿o es una muñeca hinchable?— al volante. Sale a recibirme un hombre de cabellos revueltos, sudadera y sandalias. Es Reed Brody, de 67 años, que desde hace siete recibe alertas en su teléfono sobre Isabel Coixet y recorta artículos — los buenos— que hablan de ella. “No hay ningún cajero en el pueblo, te prestaré cash”, me dice este abogado, exasistente del fiscal general de Nueva York, portavoz de Human Rights Watch, factótum en el proceso contra Pinochet y fiscal contra los dictadores de Senegal, Chad o Gambia.
Después del éxito internacional de La librería (2017) —aplaudida hasta por sus más avinagrados críticos—, Coixet se enamoró de Montolieu. Adicta a navegar entre ofertas inmobiliarias de medio mundo, dio con esta casa construida hace siglo y medio, una antigua charcutería de tres pisos. La parte trasera da a un promontorio y el jardín desciende más de cinco metros de altura hasta tocar la garganta del río Alzeau. Es un decorado 100% Coixet: bajo una aparente sencillez, estalla un paisaje secreto de olivos, pinos y flores silvestres donde ha colocado cuatro sillas para descorchar botellas de champanes “interesantes”.
Un albañil castellano que regenta uno de los dos restaurantes librería, Thé & Co, realizó la reforma. Baldosa negra en la cocina y blanca en el baño, con motivos surrealistas estilo Fornasetti. El altillo es un estudio donde la cineasta escribe y prepara el programa que este año dirige y presenta en Radio 3. “Soy madame Charcos. Me gusta divertirme. Ayer puse la voz de Borges”, dice. Me muestra la habitación de invitados. Coixet ha hecho la cama. La Premio Nacional de Cinematografía 2020, que tanto ha arriesgado en sus cintas, que ha desayunado con Philip Roth y cenado con Martin Scorsese, me ha dejado dos toallas con diseño Op-art (arte óptico), blancas y negras, y una revista francesa sobre la colcha.
Salimos a dar un paseo por las callejuelas florales de Montolieu (monte de olivos en occitano). El Café du Commerce se encuentra en la plaza de los tilos; empezamos a grabar y, en un rapto de trascendencia, Coixet dice: “En este mismo instante en que tomamos café, un grupo de refugiados está intentando huir de Libia”. Hija de un empleado de la Fábrica Española de Confecciones (FECSA), Joan Coixet, y un ama de casa nacida en Salamanca, Victoria Castillo, ambos cinéfilos de programa doble que pasaban los veranos en Canet de Mar, Isabel recibió como regalo de Primera Comunión una cámara. Leía mucho. Estudiaba en el Montessori. Tenía complejo de feúcha y sufría por todo: “Soy PAS (persona altamente sensible)”. Siempre fue crítica: “La pulsión de gustar es muy fuerte, pero a mí me parece algo obsceno. Soy fatal como seductora. A veces me he mantenido a la contra, a riesgo de aislarme de mis colegas. Recuerdo, en una cena de Elena y Norman Foster en Martha’s Vineyard, que de repente estaban hablando del presidente de Ruanda, y tanto yo como Reed, que lo conocía muy bien, tuvimos que decirles que ese hombre no era un héroe de la nación”.
—¿Cómo han sido sus amores? ¿Es romántica?
—Han sido bastante desastrosos: he tenido mis dosis de amor difícil, en las que me empeñaba, porque cuanto más difícil, más romántico, bonito e intenso… Error. Niñas de hoy en día: no lo hagáis, sobre todo el rollo hombre casado, ¡no! Te engañas. Te dices: “Él tiene sus cosas que no están bien, pero yo las cambiaré”. De nuevo, error: niñas de hoy en día, tomad nota.
—Con el padre de su hija Zoe, el músico César Sala, ¿le cambió mucho la vida?
—Nos llevamos mejor como amigos. Nunca había sido nocturna, y de repente descubrí que me gustaban las drogas, sin mala conciencia el día después. Pero lo tengo claro: hay que tomarlas solo cuando se está bien. La ayahuasca me ayudó, me tranquilizó con respecto al futuro. Pero ya no las tomo, pienso que me quedan pocas neuronas y no hay que quemarlas… Mi única adicción es el champán y las croquetas buenas. Hay champanes interesantes que te abren mundos; me atrae el rollo burbujeante…
Coixet y Brody se conocieron en Nueva York. Ella filmaba Aprendiendo a conducir (2014), y su amigo Baltasar Garzón le recomendó llamar a Reed, con quien el juez abrió el proceso contra Augusto Pinochet. “Fue un coup de foudre”, asegura él. Quedaron en un café y un camarero que estudiaba cine se acercó y le preguntó si ella era ella. “Le pagó para impresionarme”, ríe Brody. Y añade: “Yo no sabía quién era la gran Isabel Coixet, tuve que googlearla. Quedamos y fuimos al cine a ver un documental sobre la especulación en Coney Island… ¡Vaya date movie! Me pareció una chica interesante, muy diferente a todas. Guapa, inteligente y divertida”. Ella le dio un cameo junto a Ben Kingsley, y desde entonces Reed le pide un papelito en cada nueva película. “A mí, él me pareció muy mono y divertido: a pesar de trabajar en el campo de los derechos humanos, tenía mucho sentido del humor. Yo también lo tengo, aunque sea pesimista. El cinismo es una pose para no solemnizar. Además, un tipo de Brooklyn que es francófono como yo y se sabe todas las canciones de Brassens… Eso nos unió mucho”, recuerda Coixet.
Cuando se despidieron, ella volvía a España y él viajaba a Senegal. Isabel le preguntó: “¿Soy tu novia, tu pareja?”, y Brody entró en pánico. Llevaba pocos meses divorciado. La relación continuó, entre África, EE UU y Europa. Los dos coinciden: “No tenemos celos, no competimos. Nuestros egos están bastante fortalecidos”. En 2015 rodaron juntos Hablando de Rose, prisionera de Hisène Habré, en Chad, sobre una soldado de élite presa que ayudaba a la gente en la cárcel. Fue condenada a muerte, y antes de ser ejecutada dijo: “Lo hice por el bien de mi país. Volvería a hacerlo, aunque me maten. La historia hablará de mí”. Reed se sintió albacea de su historia, “como quien recibe un mensaje en una botella”. La voz en off la puso Juliette Binoche.
A Coixet le han hecho ofertas variopintas, desde ser ministra de Cultura —“Me dije: ‘Pobres, si han pensado en mí, qué mal andamos”— hasta poner un restaurante un Moscú. También le ofrecieron rodar Memorias de una geisha y Million Dollar Baby: “No lo acepté porque el proyecto estaba asociado a Sandra Bullock. Luego Clint (Eastwood) se libró de ella”. Ha soñado más de siete veces que la hija de Orson Welles le entrega una caja con sus verdaderas cenizas para que las custodie.
Le ha dolido cumplir los 60, denuncia el “edadismo”. “Ha sido un palo, preguntarme: ¿Yo? ¡Si soy de 14 tirando a 7!”. Asegura que su hija Zoe —que firma las fotos de este reportaje— es quien mejor la entiende. “La maternidad es muy gorda, lidiar con otra persona que toma tanto espacio en tu vida”.
Aún no ha podido volver a entrar en la cafetería de San Sebastián donde leyó en un periódico el texto que destrozaba su ópera prima, Demasiado viejo para morir joven (1988). La crítica ha querido matarla muchas veces.
Señala como su peor momento profesional la apertura de la Berlinale con Nadie quiere la noche (2015), un filme que rodó en condiciones extremas, con 15 grados bajo cero y una capa de hielo en los cristales de las gafas. “No le gustó a nadie. Allí, al lado de la puerta de Brandenburgo, pensé: “Ya está, vale, este es el final de mi carrera”. Se cayó la financiación de mi siguiente película, muchos colegas me evitaban… No se debía a mi carácter de hiena tristona, es que de verdad lo veía. El cine es una montaña rusa. Te crees en la proa del Titanic y de repente te caes de ella”.
También ha conocido de cerca las sombras de Hollywood: “Weinstein es un espanto, acosaba a todo lo que se le ponía por delante, hasta a los ficus. Destrozaba a los directores en las salas de montaje. Es un enfermo. Son cosas del poder. A mí no me interesa nada. El único poder que me interesa es el de mi cabeza ¿Relaciones tensas con algunos actores? Sí, con Jonathan Rhys-Meyers. Tiene un serio problema de adicción. He conocido muchos adictos, pero el nivel de locura que puede desencadenar solo lo he visto en él. Se le fue la olla: dejó su camerino lleno de heces y vómitos”.
Reed Brody, apodado por la prensa como el cazador de dictadores, también sabe de heces y vómitos. Considera que Trump tiene mucho en común con el prototipo de dictador africano. Ha visto de cerca el odio. También la sangre. “Lo peor fue en Sierra Leona, donde mutilaban a los niños. Desde mi época en Nicaragua —donde informaba acerca de los abusos que cometían los norteamericanos tras la revolución sandinista— me he ido desensibilizando. Intento protegerme para poder ser útil”, razona.
La pareja se mira cómplice. Él la besa en la puerta de la cocina, al regresar de nadar del lago, después de cenar. “El amor es misterio, admiración y gatos”, dice Reed. Pero Isabel es alérgica, y él tiene que acariciarlos por las calles. “Isabel posee mucho más misterio que yo”, asegura. “Eso significa que yo he conocido a varias de sus ex y, en cambio, él no conoce a ninguno de los míos”, dice Isabel. Y él añade: “Yo voy viendo sus películas y leyendo artículos sobre ella para entenderla. Trato de solventar esos misterios… Los míos son más superficiales”.
En sus películas el sexo no se esconde. Coixet defiende la pasión monógama. “Una orgía me parece el infierno… Asumir la desnudez de otra persona vale, pero la de muchas… Me lo imagino como una peli porno belga de los setenta en que todo era feo. No, ese desorden no me va. Sería el infierno ver que alguien le come la polla a este, no me haría ninguna gracia. Yo soy voyeur de caras preocupadas tomando café, pero de follar no, eso se lo he dejo a (Michel) Houellebecq”, explica.
Cuentan que hace un tiempo hicieron una prueba para ver quién de los dos era el perfect boyfriend y ganó ella. Consiguió que cenaran con el cantante Paco Ibáñez, unos de los ídolos de Reed, que aprendió español con sus temas. “No tuve más remedio que quedarme en Barcelona a vivir en lugar de Nueva York, aunque ella me ha prometido que pasaremos un año allí”. Isabel apostrofa: “Si no se rompe la noche. ¡Por favor, que no se rompa!”.
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