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Los mediocres

En los hervores de esta crisis, cada semana recibo una noticia procedente de mi entorno que constata el ascenso de alguien mediocre, así como la tóxica influencia que ejerce en las vidas de otros. Pienso en la palabra mediocre. Acaso sea injusta. En realidad se trata de hombres y mujeres revestidos de un tipo particular de talento que consiste en no hacer nada o muy poco, y aparentar lo contrario. Suelen ser ases haciendo pasillos, y no, no tienen la lacerante sensación de apartarse de su cometido mientras enredan, forman alianzas, conspiran y lanzan escupitajos de rencor.

Les irritan las buenas ideas si no las proponen ellos –pues, aunque no las tengan, las roban y copian–, ya que, como advirtió Stendhal, “no existe nada que odien más que la superioridad de talento: esta es, en nuestros días, la verdadera fuente del odio”. Y, a pesar de su mezquindad, van creándose una minirreputación gracias a sus modales altaneros y a menudo iracundos, siempre faltos de modestia y empatía, excepto cuando, en un rapto de calculada magnificencia, deciden perdonar la vida a sus pobres lacayos o invitar a una ronda aduladora.

Pero también están los mediocres silenciosos, aquellos que suelen pasear un perfil bajo a fin de no ser descubiertos, o que han aprendido del coach de turno que lo ver­daderamente importante no es el conocimiento, ni la preparación o la experiencia, sino que se aferran a una palabra resba­ladiza, actitud , que camufla su oportu­nismo sonrojante. Y si es cierto que todo ejercicio del poder, desde la política hasta la em­presa o la universidad, implica cierto grado de cinismo que pisotea la ética entre ­iguales, en su caso, la única verdad inamovible es que para ser popular hay que ser aborregado.

¿Por qué las personas más cultivadas, ­generosas y sensibles no suelen ocupar puestos de poder? Me dirán que su propia inteligencia, una cualidad a menudo despreciada por la jauría competitiva, juega en su contra. Demasiado buenos, moderados y poco ambiciosos, argumentarán otros. Escribía el incontestable Paul Johnson que las buenas acciones son más fáciles de describir que de realizar. Malcolm Muggeridge le comentó una vez a Graham Greene: “Yo soy un pecador que trata de ser un santo, y usted es un santo que trata de ser pecador”. Pero ¿qué hay de la insípida mayoría que, como yo, no desea ni la notoriedad ni una aureola?”. Y, a su pregunta, añadiría otra: ¿a qué podemos aspirar todos aquellos que asistimos con cara de pasmarotes al desfile de mediocres que vampirizan el aire que respiramos?

La Vanguardia, 25 de Noviembre 2020

Imagen por Joshua Ness en Unsplash

Publicado en Artículos La Vanguardia

Un comentario

  1. Андрей Андрей

    Hoy el paisaje no es ruinoso a pesar de haberse fracturado la flecha del tiempo, porque la pandemia ha empezado a tejer un nuevo sentido de comunidad en plena crisis del capitalismo tard o. El consumo desaforado, la hiperproductividad, los peces muertos en el mar Menor, los bosques ardiendo en la Amazonia y las abejas en peligro de extinci n informan acerca de la desastrosa normalidad en la que viv amos. En el v rtice de la pir mide, los dirigentes se atropellan unos a otros, extendiendo la desconfianza entre los ciudadanos. Apenas se escucha a los intelectuales. O no tienen nada que decir? Pero nosotros, los melanc licos optimistas, estamos obligados a man tener la esperanza, aunque sea la de los dem s.

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