En 1972, Luis Manuel Ferris Llopis, de nombre artístico Nino Bravo, cantaba por vez primera en el programa de televisión Luces en la noche la canción Libre , antes de que fuese grabada. Nuestros padres aún recuerdan el impacto que tuvo en ellos aquel tema. De qué modo les llenaba de aire los pulmones y se elevaban estirando cuello y alzando brazos: “Como el ave que escapó de su prisión y puede, al final, volar. Libre…”. De forma colectiva, pero también individualmente, la canción fue adoptada como himno, hasta el extremo de que todos pensaban que la letra se había escrito para ellos. Ahí estaban los universitarios encarcelados tras manifestarse contra la ley General de Educación aquel año que Franco cumplió 80. Acababa de casar a su nietísima con un Borbón –puro azúcar glaseado que coronaba su linaje– y había entregado la jefatura del gobierno a Carrero Blanco. El país derramaba esa melancolía que anticipa todo final. Libre parecía incluso escrita para las mujeres que vivían de prestado, ahogadas entre trapos con lejía, sin cuenta corriente propia y (algunas) con un marido déspota.
Los compositores de la canción, José Luis Armenteros y Pablo Herrero, se habían inspirado en la historia de Peter Fechter, un joven alemán que, junto a su amigo Helmut Kulbeik –que corrió mejor suerte–, quiso escalar el muro de Berlín. La idea de la libertad los envalentonó, pero un disparo atravesó la pelvis de Fechter. Cayó en el corredor de la muerte, gritó, pidió ayuda, pero nadie, ni de un bando ni de otro, lo socorrió. Y murió desangrado.
El tema de Nino Bravo se asoció enseguida con el telón de acero, y, al cruzar el Atlántico, los cubanos se sintieron reflejados en ella, mientras que los chilenos la adoptaban como himno anticomunista. Tal era la obsesión, que se la enchufaban a los presos políticos mientras eran torturados. Y cuando Bigote Arrocet la interpretó en un Festival de Viña del Mar delante de Pinochet, no llegó a saberse si era un homenaje a su régimen o una crítica encubierta.
La anecdótica historia de la canción demuestra cuán dispares fueron las visiones de aquellos que se apropiaron de ella, evidenciando, una vez más, cómo la idea de libertad ha ido adquiriendo distintas perspectivas y matices, incluso contrarios, a lo largo de la historia. Los antiguos griegos confrontaron el concepto con el orden cósmico que asignaban al destino, topando ineludiblemente con el dilema moral que subyace a ese enfrentamiento: ¿es posible ser libres si estamos predestinados? Hasta que concluyeron que la libertad pertenecía al orden de la razón: solo somos verdaderamente libres cuando actuamos conforme a criterios de racionalidad, inclinada hacia el bien.
La modernidad asoció la libertad plena con el ejercicio autónomo de las capacidades humanas, para lo cual era imprescindible la supresión de restricciones –políticas y económicas sobre todo– impuestas a los individuos por los estados. Se impuso la doctrina del laissez faire, laisse z pas ser –la máxima del fisiócrata De Gournay es en realidad más larga y radical: “Dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo”–, y el liberalismo bendijo el mercado capitalista, condenando toda regulación e intervención. Entre sus resultados hubo progreso, pero también explotación, desigualdad y miseria. En respuesta, surgió el modelo de Estado social prusiano que daría lugar al Estado de bienestar, el mismo que hoy languidece. Porque los intentos de redistribuir la riqueza y hacer justicia social suelen ser combatidos por un miedo que esconde la pérdida de privilegios: “Quiero mi libertad, aunque sea a costa de tus derechos”.
Hoy, la polisemia de una de las palabras más bellas del diccionario encabeza la llamada guerra cultural que plantea la derecha española. Tal es su afán que ha empezado a ondear esa bandera con ira, denunciando inclinaciones, leyes y políticos “liberticidas”, un adjetivo que Santiago Abascal, Isabel Díaz Ayuso o Juan Carlos Girauta han utilizado estos últimos días. Liberticida es, por definición, todo aquel (o aquello) que “mata o destruye la libertad”. En España, elegimos libremente nuestra residencia; podemos tener ideas y creencias políticas y religiosas que deben ser respetadas, y así mismo expresar libremente nuestros pensamientos, ideas y opiniones; tenemos derecho a reunirnos y asociarnos; a participar en los asuntos públicos; a casarnos –sin barreras genéricas–; a tener o no tener hijos, o adoptarlos, y podemos elegir cómo queremos criarlos y educarlos; tener propiedades privadas, inviolables por ley… Somos ciudadanos soberanos. No, estas no son estas libertades características de un Estado totalitario y liberticida.
Aprovechar el clima confuso de la pandemia para extender la amenaza de un gran hermano orwelliano que nos controla y decide por nosotros, despachando el supuesto libre albedrío, acortando nuestros pasos y limitando nuestros caprichos –como a niños consentidos– es una tentación tan ingenua como de manual. Porque la libertad no tiene copyright .
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